Por Javier Mateo Hidalgo
Amigos: La literatura es frágil. Y es frágil como lo es cualquier otra cosa creada o no por el hombre. Cualquier cosa material, víctima del tiempo. La literatura depende de muchas cosas: de los países, de la época, de la política… ¡Hasta de los autores! Pero, por encima de todo ello están los traductores. ¿Qué sería de nosotros, los lectores, sin ellos? La cantidad de veces que es revisada una obra se puede comprobar en su número de ediciones. El autor la revisa, la repasa, la corrige, la mutila y la reinventa. Hasta después de muerto, se descubre que sigue revisándola. Hace poco salió una nueva edición de “En la carretera” de Kerouac con el consiguiente subtítulo: “El rollo mecanografiado original”. Es decir, el que salió de la máquina de escribir, sin correcciones posteriores. Una traición tan alta como la que sufrió Kafka por parte de su amigo a la hora de que algunas de sus obras no salieran a la luz. Debió decirle: “Tranquilo Franz, haré lo que me pides desde tu lecho de muerte. Quemaré tu “Metamorfósis” y otras según tu último deseo… pero, por el camino, las llevaré a la editorial.” Esto último, debió pensarlo interiormente. Evidentemente, si incluso se están valorando los libros que Cortázar tenía en su biblioteca como obras convertidas en “cortazarianas” por estar subrayadas y con anotaciones del autor-lector, es que hay algo que está empezando a no funcionar. ¿Ausencia de nuevos escritores a la altura de Cortázar o Kerouac? No, yo diría que necrofilia fetichista. El otro día, pasando por el colegio Ramiro de Maeztu, encontré en algunas de sus paredes cuadros colgados bastante significativos. ¿Eran copias de Velázquez? No. Eran copias de cuadros de Velázquez que se realizaron para ser llevadas por los pueblos de España por parte de las “Misiones pedagógicas”. Luchar contra el analfabetismo, transmitir la cultura hasta en los lugares más recónditos. De todo esto, lo que me llamó la atención fue la placa que había debajo de cada uno de los lienzos: “Obra restaurada en tal año gracias a…” Me hace gracia la idea de restaurar la copia de un original (aunque tenga un sentido coherente, como todos ya sabemos). Un amigo, estudioso de Velázquez, me dijo que copiar a Velázquez es imposible. Esa copia, por mucho que se pretendiese, no sería un Velázquez ni “en sí”, ni “para sí” ni “por sí”. Ahí queda el asunto.
Dejado atrás este punto explicativo, retornemos a los traductores. Una obra siempre tendrá que ser traducida nuevamente ya que el propio idioma evoluciona y debe de revisarse de forma constante. A esto, añadamos ediciones que, por cuestiones políticas antes citadas, no pudieron o no pueden ser traducidas correctamente. Más allá de esto, hasta el propio autor, aunque conozca otras lenguas, tiene limitaciones a la hora de traducirse a sí mismo. “Muerte en Venecia”, traducido fuera del alemán, pierde su sentido poético y puede volverse incluso tedioso por tratar cuestiones que han perdido su importancia o no se comprenden fuera de Thomas Mann.
Por último, considero que entre los escritores hay mucha autocensura. En muchas ocasiones, hay cosas que los escritores (estoy seguro) les gustaría decir esto o expresarse de esta manera, y no lo hacen. Pero esta ya es otra historia.
En el caso de Shakespeare, considero que es un autor lo suficientemente universal como para que nunca pase de moda. Puede haber cosas a la hora de traducirlo que lo estropeen, como aquellos que se empeñan en hacer que sus versos rimen igualmente en un idioma y otro sin profanarlo. Pero, en lo esencial, ahí ha estado, está y estará. Incluso en cine, le hemos visto “reinterpretado” de mil formas, y todas nos hablan de lo mismo.
El otro día, tuve la suerte de visionar el Otelo ruso de la Mosfilm en la Filmoteca Española, todo un lujo. En un primer momento, esperaba que lo hubiese llevado a la pantalla Kosintsev, responsable de otras adaptaciones literarias: Hamlet (con partitura fílmica de Shostakovich), Don Quijote… ¡Qué curioso! Cervantes, a quien siempre se homenajea junto a Shakespeare. Creo que ambos tienen en común no solo la fecha de nacimiento. Su obra es también tremendamente universal (solo hace falta ver cuántas traducciones tiene). Yutkevich puede presumir de haber sido fiel a la estética, no dejándose arrastrar por la política rusa de aquellos momentos (algún que otro quebradero de cabeza le produjo). Me resulta gracioso que Otelo tenga siempre en común con Baltasar en la “Cabalgata de Reyes” el que lo interprete un actor de raza blanca. Imagino que algún día zanjaremos este problema tan pintoresco, mientras tanto ese color corcho-quemado me seguirá resultando admirable. Volviendo a las imágenes de Yutkevich, tengo que decir que ese sentido estético del que hablaba me ha conducido a Eisenstein y a Wells. Si es cierto que Eisenstein comparte esos planos tan forzados y violentos en los que se envuelve a los actores en una atmósfera pesada, cargante e inquietante, también podemos decir que Wells no se queda detrás. Estamos hablando de un cine contemporáneo a este, un cine en el que se adaptaba a Shakespeare. Orson encarnó a unos Macbeth, Falstaff y Otelo imposibles de olvidar. Aquellos son los que vienen primero a nuestra mente. Un cine, como ya digo, más actual que el de Eisenstein en cuanto a lo avances cinematográficos si tenemos que hablar deYutkevich. En cuanto a ritmo, el de este último estaría más cercano a Eisenstein. Resulta increíble el comienzo del Otelo. Todas imágenes que acuden al pensamiento de Desdémona, atropelladas, frenéticas, tratando de entrar todas a la vez, disputándose ese recuerdo. Lo bueno de los filmes que adaptan obras de Shakespeare es que no importa que te cuenten el final, que te destripen su historia. Todos las conocemos casi como conocemos las historias de la mitología. Podríamos decir que en el film que aquí nos convoca todo está pensado al milímetro. Ninguna toma es gratuita. Quizá podríamos criticar algún momento excesivamente forzado, como el de los ojos iluminados de Otelo al descubrir la traición de Yago. Pero, en general, nos encontramos en disposición de considerar esta obra como de arte total. Nada se descuida, incluso la propia música. Los lugares escogidos, los decorados, la plasticidad que se palpa en ese color tan especial. Si este cine podría haberse aprovechado por directores posteriores a la hora de tratar la atmósfera, creo que es preferible la imperfección visual de esta época que la “irreprochable” por impoluta actual. Un cine tan limpio acaba por convertirse en “increíble”. La estética hollywoodiense de estos momentos me echa para atrás por muchas razones. Hay que buscar una imperfección estética, porque ahí está la belleza. Incluso los problemas económicos que llevaron a Wells a hacer su Otello de forma distinta a como lo había pensado, no resultan un impedimento para valorarla muy positivamente. Hacer de la necesidad virtud, como se suele decir.
El hombre no es dios (palabra de Perogrullo) y por esto lo que hace es humano. América debe de creerse por encima de todas estas pamplinadas, y por eso no me termina de convencer, pues a la larga, peca de otras tantas cosas. Los personajes de Shakespeare siempre son tratados de forma maniquea (quizá porque en esta universalidad de caracteres se pierda cierta credibilidad). Desdémona parece una muñeca de porcelana (no necesita ni hacer sus necesidades porque no las tiene), Yago es más malo que una patada… pero aquí nos topamos con la iglesia: y es que los personajes de Shakespeare no son malos, sino que están movidos por determinadas circunstancias que les hacen obrar de un modo concreto. Ahí está la cuestión. Más allá de la problemática de traducir los densos textos de Shakespeare a imágenes, creo que en este sentido Yutkevich da el aprobado más que merecido. Animo a que quien quiera (o pueda) vea este film. Recomendado al cien por cien.
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