Por CBV
Al terminar de ver por primera vez esta película, decidí que escribiría sobre la secuencia de la catedral de Chartres, que me causó una impresión bastante profunda. Lo sentí como algo personal, como si el cineasta estuviese hablando personalmente con cada uno de los espectadores, como si no estuviese rodado a propósito, como si alguien hubiese dejado la grabadora en marcha sin darse cuenta mientras Orson Welles se sinceraba con alguien que estaba junto a él, o con él mismo - farsa deliberada, por supuesto, pero efectiva para mí al menos. Sin embargo, recabando datos sobre la película y algunos asuntos relacionados con esta que me interesaron, descubrí algo que me impactó más que ninguna cosa del film: Elmyr D'Hory se suicidó en 1976 tras conocer que iba a ser extraditado a Francia para que le procesaran por fraude. Después de todo, este hombre que se nos presenta resuelto, orgulloso, elegante, versátil y seguro, acaba suicidándose ante el terror de ser procesado. La noticia me resultó inquietante, incómoda. Por supuesto, dados los precedentes, cabe no desechar la idea de que de nuevo, sea una farsa, pero si así fuera, bueno, por qué no concederle el placer de creérnoslo. Es patético. En su significado más clásico. Sí, posee cierto patetismo esa escena en que ese hombre, ya mayor y desesperado, con su resolución habitual, y es de esperar que bien vestido y con su porte gallardo y ligeramente femenino, que resulta decoroso y demasiado elegante, como regalado, decide que pondrá fin a su vida, sin importarle ya nada más que no pasar por el penoso y catastrófico trance de ser procesado por todas sus fechorías, las cuales ni siquiera considera punibles. Sería esta una escena con un dramatismo exagerado, patética y extraña, como si fuera el final de algún capítulo de Colombo o Se ha escrito un crimen, o de un telefilme digno de estar puesto mientras uno se echa la siesta. No sé, me causa desconcierto pensar en ese hombre en esa situación, y ya no en ese hombre, si no en la condición que todo ello implica. Construyó una leyenda, en su momento, un ejército de fraudes auténticos que defendió y de los que se sintió orgulloso, y sin embargo, se eliminó del mapa sin preocuparse de dejar aquellas obras inválidas, huérfanas. Qué son esas falsificaciones sin su falsificador, siendo él alguien tan característico, con tanta personalidad y tan brillante. Qué es del arte sin el artista en el mundo actual. ¿Qué es lo que quería, que fuese su obra, formando parte de su obra las firmas de otros artistas y por tanto el hecho de su atribución fraudulenta, o que se alejasen estas obras de él y pasasen a formar parte del legado de aquellos padres de acogida a los que pretendían pertenecer? ¿Son sus obras falsificaciones, o su obra es, por entero, la falsificación, el hecho y el personaje? Quizá si Elmyr hubiese sido un personaje actual, los críticos le habrían alabado como artista plástico y conceptual, generando a su alrededor un discurso, un bastión, en el que aposentar su obra "fraudulenta" como una obra compleja de denuncia y reivindicación. Quizá hubiera podido acomodarse en su refugio discursivo y declarar, con el beneplácito del sanedrín artístico, que su obra no pretende plagiar o suplantar, si no realizar una crítica a través de un método concreto -la supuesta falsificación-, como el que coge a la Mona Lisa y le pinta un bigote. Quizá hubiese podido triunfar en ese sentido hoy en día, o quizá no, pero habiendo ocurrido todo en aquel momento y desde el punto de vista en que se dio a conocer, con su "obra" ya hecha, la cosa fue bastante distinta. No fue más que un falsificador -grande, sí, pero un falsificador, no un "artista"-, cuya obra propia tuvo menos éxito que sus fraudes. Algo patético, esta vez en un sentido más actual. Es como si sus obras, ya sin el autor, quedasen inválidas, sin un brazo o una pierna. Ya no dicen nada, si no está el gran personaje a su lado, con su elocuencia y gracia. Ya solo son imitaciones muy buenas de cosas que ya se hicieron. Innecesarias, tristes, endebles. Quedan solas como monumentos anónimos falsamente nombrados, cuyo interés es ya solo monetario, como el de tantas cosas mediocres. Quizá hubiese algo más detrás de ese suicidio. Quizá algo de rabia, de frustración, nunca reveladas, claro. "Maldita sea, yo debía ser eterno" puede que pensase, en un delirio de grandeza final. O quizá su valor, para él y para todos, fue siempre simplemente monetario. Quizá -y esto es lo más seguro- sea yo el que le da demasiadas vueltas. En cualquier caso no debería preocuparse. No creo, en realidad, que lo hiciera. Al fin y al cabo, como decía Orson Welles frente a la catedral de Chartres -y aquí soy yo el que con un delirio de grandeza cumple su deseo original- "Quizá el nombre de un hombre no importe tanto". Quizá su suicidio tampoco.
Foto tomada de guidepost |
Al terminar de ver por primera vez esta película, decidí que escribiría sobre la secuencia de la catedral de Chartres, que me causó una impresión bastante profunda. Lo sentí como algo personal, como si el cineasta estuviese hablando personalmente con cada uno de los espectadores, como si no estuviese rodado a propósito, como si alguien hubiese dejado la grabadora en marcha sin darse cuenta mientras Orson Welles se sinceraba con alguien que estaba junto a él, o con él mismo - farsa deliberada, por supuesto, pero efectiva para mí al menos. Sin embargo, recabando datos sobre la película y algunos asuntos relacionados con esta que me interesaron, descubrí algo que me impactó más que ninguna cosa del film: Elmyr D'Hory se suicidó en 1976 tras conocer que iba a ser extraditado a Francia para que le procesaran por fraude. Después de todo, este hombre que se nos presenta resuelto, orgulloso, elegante, versátil y seguro, acaba suicidándose ante el terror de ser procesado. La noticia me resultó inquietante, incómoda. Por supuesto, dados los precedentes, cabe no desechar la idea de que de nuevo, sea una farsa, pero si así fuera, bueno, por qué no concederle el placer de creérnoslo. Es patético. En su significado más clásico. Sí, posee cierto patetismo esa escena en que ese hombre, ya mayor y desesperado, con su resolución habitual, y es de esperar que bien vestido y con su porte gallardo y ligeramente femenino, que resulta decoroso y demasiado elegante, como regalado, decide que pondrá fin a su vida, sin importarle ya nada más que no pasar por el penoso y catastrófico trance de ser procesado por todas sus fechorías, las cuales ni siquiera considera punibles. Sería esta una escena con un dramatismo exagerado, patética y extraña, como si fuera el final de algún capítulo de Colombo o Se ha escrito un crimen, o de un telefilme digno de estar puesto mientras uno se echa la siesta. No sé, me causa desconcierto pensar en ese hombre en esa situación, y ya no en ese hombre, si no en la condición que todo ello implica. Construyó una leyenda, en su momento, un ejército de fraudes auténticos que defendió y de los que se sintió orgulloso, y sin embargo, se eliminó del mapa sin preocuparse de dejar aquellas obras inválidas, huérfanas. Qué son esas falsificaciones sin su falsificador, siendo él alguien tan característico, con tanta personalidad y tan brillante. Qué es del arte sin el artista en el mundo actual. ¿Qué es lo que quería, que fuese su obra, formando parte de su obra las firmas de otros artistas y por tanto el hecho de su atribución fraudulenta, o que se alejasen estas obras de él y pasasen a formar parte del legado de aquellos padres de acogida a los que pretendían pertenecer? ¿Son sus obras falsificaciones, o su obra es, por entero, la falsificación, el hecho y el personaje? Quizá si Elmyr hubiese sido un personaje actual, los críticos le habrían alabado como artista plástico y conceptual, generando a su alrededor un discurso, un bastión, en el que aposentar su obra "fraudulenta" como una obra compleja de denuncia y reivindicación. Quizá hubiera podido acomodarse en su refugio discursivo y declarar, con el beneplácito del sanedrín artístico, que su obra no pretende plagiar o suplantar, si no realizar una crítica a través de un método concreto -la supuesta falsificación-, como el que coge a la Mona Lisa y le pinta un bigote. Quizá hubiese podido triunfar en ese sentido hoy en día, o quizá no, pero habiendo ocurrido todo en aquel momento y desde el punto de vista en que se dio a conocer, con su "obra" ya hecha, la cosa fue bastante distinta. No fue más que un falsificador -grande, sí, pero un falsificador, no un "artista"-, cuya obra propia tuvo menos éxito que sus fraudes. Algo patético, esta vez en un sentido más actual. Es como si sus obras, ya sin el autor, quedasen inválidas, sin un brazo o una pierna. Ya no dicen nada, si no está el gran personaje a su lado, con su elocuencia y gracia. Ya solo son imitaciones muy buenas de cosas que ya se hicieron. Innecesarias, tristes, endebles. Quedan solas como monumentos anónimos falsamente nombrados, cuyo interés es ya solo monetario, como el de tantas cosas mediocres. Quizá hubiese algo más detrás de ese suicidio. Quizá algo de rabia, de frustración, nunca reveladas, claro. "Maldita sea, yo debía ser eterno" puede que pensase, en un delirio de grandeza final. O quizá su valor, para él y para todos, fue siempre simplemente monetario. Quizá -y esto es lo más seguro- sea yo el que le da demasiadas vueltas. En cualquier caso no debería preocuparse. No creo, en realidad, que lo hiciera. Al fin y al cabo, como decía Orson Welles frente a la catedral de Chartres -y aquí soy yo el que con un delirio de grandeza cumple su deseo original- "Quizá el nombre de un hombre no importe tanto". Quizá su suicidio tampoco.
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