Por Javier Mateo
En 1879, vio la luz “Woyzeck”, una obra teatral escrita
cuarenta y dos años antes por Georg Büchner. El autor falleció a causa del
tifus con veinticuatro años, dejando su pieza inacabada. Curiosamente, la familia
decidió destruir gran parte de lo que él escribió porque pensaban que sus
propios trabajos podían desprestigiar su memoria. Büchner, de ideas
absolutamente revolucionarias, seguramente era consciente de que lo que se
encontraba tramando iba a causar un gran impacto social si alguna vez veía la
luz. “Woyzeck” se adelantó a su tiempo, proponiendo una modernidad teatral que
podía relacionarse con lo que después se conocería como teatro expresionista e,
incluso, del absurdo. Sus personajes, influidos por los antecedentes de la
revolución francesa y el romanticismo, hablaban no de una clase social concreta
y privilegiada, sino de un concepto más universal de “persona”. Büchner se
preocupó por reflejar la situación de una clase desfavorecida y despreciada y,
si retrató a una clase privilegiada, fue para dejarla por los suelos. Además,
introduce la psicología del protagonista de su obra (el cuál padece de
esquizofrenia) para impregnar con ella toda la historia. Él es el motor que da
sentido a todo. Él, un “antihéroe”. Las diferentes puestas en escenas que se
han llevado a cabo sobre esta pieza, han tratado siempre de reflejar la
psicología del personaje de Woyzeck, pudiendo definirse como oscuras y
mugrientas.
Esta visión estética y literaria influyó de forma decisiva
en aquellos autores que pretendían renovar la vieja idea de “teatro”, tan
influida por un texto pesado que se comía el resto de elementos de la escena.
Con las vanguardias del siglo veinte, trató de sacarse el máximo provecho al
cuerpo del actor, despojándolo así de las vestiduras que encorsetaban su
interpretación. Un teatro de la gestualidad, influido evidentemente por la
atmósfera que le rodeaba, esto es, por la escenografía. Movimientos como la
“Bauhaus” o el constructivismo ruso, con autores como Meyerhold, supieron darle
una vuelta de tuerca al asunto.
En los años veinte, un compositor alemán de repertorio
clásico llamado Kurt Weill quedó fascinado con los textos de un poeta y
dramaturgo llamado Bertolt Brecht. Por aquel entonces, Weill estaba tratando de
desviar el rumbo musical que hasta entonces le había caracterizado para probar
a hacer unas obras más cercanas al público general. No quería recluir su
repertorio a aquellos auditorios a los que siempre acudía el mismo tipo de
gente. Deseaba ampliar el abanico de su público, llegar allí donde antes le
habría resultado imposible. Por ello, se puso en contacto con Brecht y,
juntos, comenzaron a trabajar en la concepción de obras teatrales con
contenido musical. El teatro de Brecht era un teatro político. El autor buscaba
remover al espectador en su butaca con sus propuestas. Los personajes, a su
vez, buscaban distanciarse del público (que éste no sintiese empatía hacia
ellos). Lo que importaba era aquello que ellos proponían, las historias que
contaban. Pero no solo se trataba de romper la verosimilitud de la ficción de
esta forma: constantemente se introducían elementos que hacían salirse al
espectador de la representación, dando lugar a que cualquier sentimiento provocado
por la dramaturgia desapareciera: las voces de los personajes resultaban
forzadas, excesivamente sobreactuadas. La música había dejado de ser “seria”
para convertir a la orquesta en una banda de music-hall o de cabaret
(incluyendo, a su vez, al organillo como elemento eminentemente popular). No
nos olvidemos del contexto histórico: los “locos años veinte” habían conseguido
exportarse de Estados Unidos, llegando a lugares como Berlín. La fiebre de la
diversión, de la despreocupación, en suma, de la frivolidad, había calado en
las costumbres sociales. Gran parte de Occidente se había convertido en una
fiesta.
Las obras de Weill y Brecht acabaron convirtiéndose en
auténticos éxitos. De entre todas ellas, “Die Dreigroschenoper” (traducida de
diferentes modos dependiendo del tipo de moneda del lugar en el que nos
encontremos, por ejemplo, “La ópera de los cuatro cuartos”, de los “tres
centavos” o “de los tres peniques”) fue la que más éxito alcanzó. Los
personajes que la poblaban pertenecían a aquellos barrios bajos que siempre
existieron aunque trataran de ocultarse por parte de las autoridades:
criminales y prostitutas aparecen contando terribles historias a un público
cada vez más democratizado. La letra de estas canciones era todo menos
insustancial: el contenido de indiscutible carga social golpeaba como un puño a
quien lo escuchaba. No obstante, la causa de que estas canciones se
popularizaran se encontraba, no tanto en el texto, como en la música. Y esto es
trabajo de Weill.
Brecht fue un gran adaptador, y algunos llegaron a decir
incluso que “robaba con mucho estilo”. “Die Dreigroschenoper” parte de la ópera
de baladas del siglo XVIII inglés “La ópera del mendigo” de John Gay. La
adaptación pudo llevarse a cabo gracias a la novia y secretaria de Brecht,
Elisabeth Hauptmann, la cual debido a su conocimiento de la lengua inglesa, pudo
traducir la obra al alemán. Brecht, cuyas obras se habrían visto muy influidas
por el ambiente pesimista de posguerra, encontró en esta cínica ópera inglesa
una buena oportunidad de contar su visión del mundo actual. Lo primero que
hizo fue renovar la crítica original de la obra: dicha crítica, iba dirigida a
la aristocracia, ya que por entonces no existía la burguesía. Brecht, por
tanto, se dirige a esta clase social. Además, modifica personajes e introduce
nuevas canciones.
“Die Dreigroschenoper” acabó jugando en contra de un Brecht
cada vez más comunista. Muchas de las críticas hablaban de que su obra había
dejado de ser un instrumento de reivindicación política para convertirse en un
gran espectáculo de masas. Ante esto, Brecht reescribió la obra tratando de
hacer más claro su mensaje.
Georg Wilhelm Pabst estuvo en una de las primeras
representaciones de la obra y encontró en ella posibilidades de adaptación
cinematográfica. Había ido ese día al teatro con quien después sería el
productor de su película, al cual debió convencer desde el minuto uno para
llevar a cabo su empresa.
Ya en los años treinta, comenzó a prepararse la
materialización del proyecto: Brecht se encargaría de escribir el guión y Weill
opinaría acerca de la adaptación musical. Pronto surgieron los primeros
problemas: Brecht llevó a juicio a los responsables de la película porque
pensaba que la obra no se ajustaba al libreto de su ópera. El veredicto le negó
la razón. Brecht no entendió que lo que la película quería adaptar era la
versión teatral primera, aquella que todavía no había sido revisada por la
nueva visión revolucionaria que su autor ahora tenía.
Por otra parte, el filme resultó un fracaso de taquilla, y
esto puede deberse a dos razones: la primera, que la adaptación no era fiel a
la obra teatral. La segunda, que la época en la que se realizó ya no era la de
los locos años veinte, sino la de la gran depresión alemana: mucha gente se
había quedado sin trabajo y el partido nacional socialista se encontraba cada
vez ganando más fuerza en el terreno político.
En cuanto a la adaptación, hay que decir en su favor que
toda película que quiera ser fiel reflejo de una obra literaria fracasará en su
intento. La mirada cinematográfica debe de resultar una mirada nueva, una obra
aparte respecto de aquella en la que se inspira. Pabst sabía traducir la
literatura a imágenes, de hecho se había curtido en este aspecto durante su
etapa muda. El cine “expresaba” con sus medios, aportaba nuevas herramientas
para la comprensión del espectador. “La comedia de la vida” (título que se dio
en España a su “Die Dreigroschenoper”) es un gran acierto de adaptación. A
pesar de que el cincuenta por ciento de la música original no aparece y la otra
restante se emplea de forma un tanto extraña, la propia mujer de Weill, Lotte
Lenya (la cual había cantado las canciones de su marido en las distintas
representaciones teatrales y, en este film, interpretó un papel en la película)
se deshizo en elogios hacia ella, exponiendo como uno de los argumentos de
mayor peso que se había considerado una de las diez mejores películas del año.
En cuanto al guión, podría decirse que se repartió entre
tres textos: el original de la obra teatral, el guión oficial adaptado y aquel
otro propuesto por Brecht. Durante el rodaje, se eliminaron y propusieron cosas
nuevas, por lo que la obra estuvo viva hasta el final, no dándose por cerrada
en ningún momento y mostrándose abierta a cualquier modificación.
Una de las cosas más curiosas del tratamiento es que dichos
personajes de extracción baja (concretamente el de Mackie Navaja) abandonan su
posición original para subir en el escalafón social. Esto permite que el
espectador no los vea como unos seres inhumanos, capaces de cualquier cosa, y
se identifique con ellos. De alguna forma, ellos, que están en la sombra, son
los que controlan lo que sucede hasta en las más altas instancias. Mackie, por
ejemplo, es el jefe de los rateros y mantiene una amistad inquebrantable con el
jefe de la policía, Tiger Brown. Peachum, el “rey de los mendigos”, consigue
que todos los pobres de Londres trabajen para él: a cambio de unas monedas, les
suministra una apariencia con la que inspirar compasión a los transeúntes a los
que piden “la voluntad”. El final de la obra, en la que los personajes deciden
aliarse para “robar legalmente” comprando un banco donde trabajar, resulta un
mensaje político bien claro. A Brecht se le achacó también su desconocimiento
de la clase proletaria, tan afincado como vivía en un ambiente bohemio. Su
fuerte personalidad, digna de los genios pero también de los egocéntricos,
provocó que mucha de la gente con la que trabajó acabara enemistándose con él.
El propio Weill acabó rompiendo su relación laboral con él, ya que la personal
resultaba insostenible.
La película, además, mantiene su compromiso con la estética
expresionista germana que la obra de Brecht ya poseía. En ella encontramos
reminiscencias pictóricas de Kirchner, Dix o Groze. Los personajes son herederos
de esa mirada que sería denominada por los nazis como “degenerada”. Al llegar
al poder, Hitler prohibió la película, así como las obras de Brecht (a pesar de
que se sabe que uno de los regalos que se le hizo al führer fue precisamente
esta película de Pabst, además de otras entre las que había algunas de Lang- se conoce incluso que el propio Hitler, que también prohibió la música de Mahler,
tenía entre los discos de su colección muchas obras de este compositor).
“La comedia de la vida” pudo volver a verse en Alemania en
los años cincuenta. En esta misma época, la ópera de Brecht y Weill había
causado furor en Estados Unidos, a pesar de que los autores de la misma habían
desconfiado de que ésta se entendiese fuera de Alemania. Aquí en España, mucho
tiempo después, Brecht fue reconocido gracias a Fernando Fernán Gómez, que era
un gran admirador del alemán. Sus canciones fueron interpretadas por la
mismísima Massiel.
En los años noventa, Woody Allen realizó “Sombras y niebla”,
una película que trataba de recrear la atmósfera del cine expresionista, y en
la que utilizó como banda sonora la música de “Die Dreigroschenoper”.
En la actualidad, Ute Lemper ha logrado, resucitando de sus
cenizas a cantantes como Marlene Dietrich, redescubrir la música desenfadada de
esta época.
Quizá en el momento en el que nos está tocando vivir, el
mensaje de Brecht tenga más vigencia que nunca. No tanto en sus planteamientos
concretos, que son hijos de su tiempo, como en su esencia. En su mirada crítica
y demoledora hacia un sistema que siempre parece agonizar, aunque nunca termine
de recibir la estocada final.
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