Por Javier Mateo
Podría decirse que el cine nunca nació puro, ni que tampoco
inventó nada nuevo. Podría incluso asegurarse que el séptimo arte siempre ha
tratado de ser reflejo o imitación del mundo. A pesar de esto, desde sus orígenes
escogió diferentes vías para expresarse: tenemos el camino tomado por los
Hermanos Lumière, por ejemplo. Con ellos nació la denominación de “cine
documental”. Las imágenes en movimiento presentaban diferentes aspectos de la
vida, “impresionaban” esa cotidianeidad con la que el público podía sentirse
absolutamente identificado: un tren llegando a una estación, unos obreros
saliendo de una fábrica… Luego estaba la visión de Meliès, el conocido como
“mago” del cine. Sus películas se asociaban a los trucos de circo, a los
efectos especiales, a los mundos fantásticos: Un viaje a la luna, una aparición
fantasmagórica… Y luego llegó Griffith y, con él, el cine de ficción más
asociado con lo novelístico, lo teatral o la recreación histórica: El asesinato
de Lincoln, “las dos huerfanitas”… Lo que no puede negársele al cinematógrafo,
a pesar de su originaria concepción como invento de explotación comercial, es
esa poética que indudablemente ha tenido y tiene. El poder evocador de las
imágenes tuvo una primera época bien fructífera con las películas mudas, que
acaban convirtiendo en virtud esa necesidad que tenían los directores de contar
historias encontrándose privados del sonido. Cineastas como Walter Ruttman o
Sergei Eisenstein supieron alcanzar cotas máximas de expresión con los mínimos
medios, proponiendo estéticas que, a pesar de ser silentes, hablaban de algún
modo con sus particulares miradas.
Luego, con el advenimiento del cine sonoro, se creyó que
esta poética había muerto. En cierto modo fue así: los textos de los guiones
parecían ser más relevantes que las imágenes. Directores como Lubitsch, que
venían del teatro, realizaban puestas en escena donde el libreto resultaba
esencial, no siendo las imágenes más que el escenario donde representarlo.
Ese mundo romántico e idílico que presentaba el cine acabó
viniéndose debajo de algún modo tras la Segunda Guerra Mundial. Adorno
dijo que la poesía ya no era posible tras Auschwitz. De algún modo, la realidad
del mundo se había impuesto sobre las historias irreales y frívolas que
proponían los grandes estudios. Surgió entonces en Europa, concretamente en
Italia, una generación de cineastas que trataron de reflejar esa realidad de
posguerra en sus películas. El movimiento neorrealista encontró en directores
como Rosellini la visualización de sus ideas. Sus frescos históricos “Roma,
ciudad abierta”, “Camarada” y “Alemania, año cero”, mostraban las heridas que
la propia humanidad se había infligido sobre sí misma. ¿Hacia dónde se dirigía
el hombre? En la citada “Germania, anno zero”, el suicidio del niño Edmund al
encontrarse desarmado de esperanzas ante un Berlín devastado por los
bombardeos, conmovió a toda una generación de intelectuales. Otro cineasta
italiano como Fellini, aunque en un principio denunció en sus películas ciertas
realidades sociales (“Las noches de Cabiria”) acabó apartándose de ese mundo
demasiado verdadero para acabar invocando sus propios recuerdos (recuerdos
siempre confundidos por su propia imaginación). En “La Estrada ”, los dos
personajes principales, “Gelsomina” y “Zampanó” representan esos dos mundos
entre los que se debatía su director: la fantasía y lo real.
Roberto Rosellini, a mi juicio teórico antes que cineasta,
siempre defendió la realidad por encima de la ficción. No era el artista el que
explicaba la realidad, el que la definía, sino más bien al revés: la realidad
moldeaba a la ficción, dependiendo ésta de la otra. En sus películas siempre se
advierte esa frescura del ojo fílmico que busca retratar los milagros
cotidianos.
¿Por qué esta película puede resultar tan compleja para el
espectador? Digamos que porque en ella hay un trasfondo de realidad incómoda,
un poso con el que el público se siente identificado, aunque le pese (mucho más
identificado que como pudieron sentirse los espectadores que vieron aquella
otra realidad de la llegada del tren de los Lumière). La fragilidad de las
relaciones se encuentra extraordinariamente plasmada. Y es que hay un esfuerzo
notable por parte del director en profundizar en el estado psicológico de esta
pareja que navega sin rumbo, a punto de naufragar por unos momentos y, en
otros, creyendo encontrar una isla en la que posar el ancla de su embarcación.
Siempre, eso sí, navegando bajo un fuerte temporal. ¿Qué es lo que les propone
Nápoles, lugar al que llegan desde Inglaterra? Una nueva cultura, un nuevo
clima, una nueva forma de entender las cosas. La frialdad de los Joyces (así se
llama el matrimonio) entra en contacto (o colisiona, más bien) con la vida
italiana, mediterránea. La sensualidad, por ejemplo, se encuentra a flor de
piel. Por todos lados surgen ejemplos: mujeres embarazadas por doquier, escenas
de arrebatos de celos… Luego, también, está la presencia de la muerte (iglesias
en las que imágenes religiosas comparten espacio con calaveras).
Y, más allá de
este mundo tan terrenal, también existen muestras de la presencia del poder de la Naturaleza , aunque
quizás más simbólicas: las estatuas antiguas de los museos de Pompeya y
Herculano, sin ir más lejos. Este Arte, contemplado por Catherine, ejerce una
fuerza sobre ella que de alguna forma le perturba y sobrecoge. En sus propias
palabras, aquellos hombres de esa época tenían mucho en común con los de ésta.
“Lo que más me ha impresionado es el descaro con que lo muestran todo. Uno se
siente incómodo.”
Pero, por encima de estas esculturas más o menos clásicas (realizadas bajo los cánones de belleza de los distintos momentos en que fueron concebidas), están aquellas otras que no son sino las estatuas más reales que se hayan podido concebir: me estoy refiriendo a aquellas que partieron de cuerpos reales, los cuerpos de las víctimas de la lava del Vesubio. Aquella pareja de cuerpos, aquellos dos amantes que murieron juntos cuando la ciudad de Pompeya fue arrasada hace miles de años. Esas dos personas bien podían ser las de nuestra historia, las del matrimonio británico. Esta visión acaba con los nervios del personaje de Ingrid Bergman, que le pide a su marido marcharse de allí.
Como en “Stromboli”, encontramos esta presencia de la Madre Gea. El volcán en constante ebullición, amenazando con entrar en erupción de un momento a otro.
Por último, la película invoca la poesía en ese personaje
del que quizá estuvo enamorada tiempo atrás Catherine. La literatura
considerada como una herramienta más con la que el individuo trata de
comprender lo que sucede pero no se ve, lo inexplicable científicamente y de
forma racional.
Esta Italia en la que se mueven los personajes les hace
replantearse muchas cosas, provoca que sus cimientos comiencen a tambalearse. Cimientos
que parecían sujetos sólidamente.
Durante mucho tiempo, Rosellini defendió que muchas de las
situaciones del film se había producido fortuitamente. Por ejemplo, aquella en
la que se descubren los cuerpos en las excavaciones de Pompeya. Al parecer,
todo el equipo defendió siempre que el rodaje había coincidido con dicho
hallazgo. No obstante, recientemente muchas de estas coincidencias fueron
desmentidas en la película “La ciudad de los signos” de Samuel Alarcón. En ella
se demuestra que aquellas “esculturas” fueron exhumadas a principios del siglo
veinte, y que para el rodaje volvieron a ser enterradas. Otras escena clave, la
se la procesión final, parece ser que también fue preparada (incluyendo el
milagro del hombre que recupera la vista). Este “The End” Hollywoodiense en el
que la pareja descubre que en realidad se quiere y todo vuelve a su cauce
felizmente, no se encuentra tampoco exento de críticas. No obstante, todo acaba
encajando de una manera magistral. Porque, más allá de escepticismos propios de
esta era de desmitificaciones, el cine de Rosellini continúa poseyendo una
fuerza que lo hace único y que hace que, incluso a día de hoy, se siga hablando
de él.
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