Hay quien opina (y se le deja opinar, por cierto) que la película “Giulietta degli Spiriti” de Fellini es su última gran creación; que, a partir de la cual, su producción irá en detrimento. Como una especie de conciliación, podría utilizarse este argumento para defenderse en tanto a que Giulietta aparecerá (o se aparecerá más bien) como una obra tan fuerte que será capaz de derribar los otros tiempos, anteriores y futuros. Si “Otto e mezzo” se plantea de nuevo (y con anterioridad) como un verdadero despliegue circense creado por un protagonista frustrado que quiere “vivir” (verbo bastante adecuado para definir ese “espíritu” alegre del verdadero y falso Fellini, real e inventado), en esta primera película en color del realizador que dedica a su mujer Giulietta Masina (el nombre no es baladí) hay sin embargo, no una visión más personal pero sí más cercana hacia el protagonista. Y cuando utilizo la aproximación lo hago para hablar de un cierto psicoanálisis. En el caso que nos aguarda, este atrezzo tan espectacular compite con el otro en blanco y negro, entre las bambalinas de los escenarios de una película que Mastroianni nunca rodará (alter ego de Fellini, siempre motivos personales a la derecha del padre). Compite y gana por mayoría, pues los fantasmas malignos y benignos que nos definen son los que hacen posible esta industria de sueños que es la del arte.
Masina aparece como la Giulietta amante de Giorgio, esposa que quiere dar todo al marido esperando la recompensa recíproca. El trato es roto por su pareja y ella decide entonces volar por libre estando dentro de su jaula. Un universo creado por ella (ahorrémonos las comparaciones con la Alicia de Carroll) donde todo gira en torno y existe gracias a ella. Proyecta sobre multitud de personajes sus deseos, inquietudes y anhelos. Una necesidad de placer, de hedonismo, un Dionisos apresado por Apolo. La niña que representa en el colegio de monjas la vida de una mártir. La figura del abuelo es casi un acuerdo de memoria colectiva, un personaje positivo apoyado en su sacrosanta figura por una generación de por medio, la del hijo-padre. La infancia la escriben los abuelos en muchas ocasiones. Este abuelo picarón no es sino la tijera que inaugurará cortando una nueva etapa para Giulietta. Gracias a él desaparecerán sus fantasmas o tormentos castradores. No temerá ya a ser libre y a vivir porque habrá olvidado la figura del marido infiel. Esos árboles que crecen libres, cuyas ramas no se podan para dirigir la dirección de sus ramas hacia una verticalidad. Saldrá de la casa al espacio abierto del frondoso bosque. Otro mediador importante que la hace sentirse firme en su seguridad será el que encarne José de Vilallonga, este playboy español que ya vimos en “Desayuno con diamantes”, “Los amantes” o en la trilogía Nacional de los Leguineche, que lo mismo recita a García Lorca que da lecciones de toreo o enseña a preparar una sangría. Un maestro espiritual de atractivos carnales. Un español de esos que sirve como suramericano, lo mismo para un roto que para un descosido. Si por fin Giulietta deja de mirar para otro lado y reconsidera su postura presente, es porque sus propios fantasmas la aprisionan y necesita incluso desembarazarse de lo que siempre le sirvió como válvula de escape. Es cuando por fin coloca en el mismo plano la realidad y la ficción cuando finaliza con su currículum sentimental.
Masina, esa mujer enigmática que nunca representó la edad que tenía (algo así como Bette Davis), sufrió las infidelidades de su esposo, quien decía que el sexo, la comida y hacer películas eran sus pasiones. Aun así consideraba a su esposa el hada madrina de su vida. Retomando lo que me resistía antes a mencionar, de alguna forma aquí Fellini se convierte en el Carroll de Alicia, pues introduce a un personaje real en su vida dentro de una atmósfera a las órdenes de sus normas y lo hace danzar casi como sonámbulo. Giulietta acude a otros ambientes para sobrellevar un matrimonio, como quizá la Catherine Deneuve de Belle de Jour (otro personaje fascinante para Buñuel), llegando a la duda de qué momentos pueden considerarse verosímiles y cuales entran en el universo onírico-surrealista de su vida. Hay algunos como el médico o el abogado que resultan intermediadotes entre la ficción y lo real (aunque acaben bailando en las directrices que les marca Giulietta). Otros como el del abuelo, nunca sabremos si existieron.
Fellini parece querer huir de los encorsetamientos argumentales, y en este caso como el de tantos parece querer decirnos: “Nunca hubo principio y final, pues esto no importa. Mis personajes necesitan conocerse tan solo desde el comienzo del film y hasta su final, así como todo lo que les envuelve”. Todo parece escapársele como niebla entre los dedos. Todo tiene que seguir su curso, no hay vara que valga en el marcar de su ritmo. Fellini siempre seguirá siendo un enigma como consecuencia de leyenda.
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