El Cine como forma expresiva y estética

miércoles, 26 de diciembre de 2007

Raza, Francisco Franco y José Luis Sáenz de Heredia,1941

Aunque poco antes (1940) se había estrenado Sin Novedad en el Alcázar (según los créditos, “una gran superproducción nacional”, realizada en gran medida en Roma y dirigida por Augusto Genina), con un importante alarde de medios, Raza es la primera gran superproducción cinematográfica española (relacionando la “autoría” con la dirección) del franquismo. Y a pesar de todos los pesares, detenerse en ella nos pone frente a una de las aventuras más apasionantes que podamos afrontar en los territorios del cine español.
El interés nace, en primer lugar, del autor del argumento que, firmó un tal Jaime de Andrade, nombre tras el que se escondía el mismísimo general Francisco Franco, que acaso pretendiera exponer de forma “amena” su ideario, peculiar amalgama de valores falangistas, católicos y militares (heroísmo, abnegación, sacrificio, valor, honor, etc.), vinculado a una idea de la “pureza de sangre”, más propia de las creencias del siglo XVII, que de un régimen totalitario del siglo XX.
Y de esa circunstancia emana la primera cualidad que condicionará decisivamente el desarrollo del cine español. Parece obvio que, con esta película, Franco pretendía hacer algo parecido a lo que había hecho Hitler con la ayuda de de Leni Riefenstahl en El Triunfo de la Voluntad: emplear el “moderno” medio cinematográfico como un recurso “didáctico” (propagandístico) para dar a conocer su ideario, los componentes fundamentales del régimen que estaba aplicando al gobierno de España. Y si esta hipótesis es cierta, acaso debiéramos suponer que la autoría, cuando menos, debería repartirse entre el director nominal y quien, en todo caso, se preocuparía porque nadie alterara la idea argumental.
Por suerte o por desgracia, Sáez de Heredia no era Riefenstahl ni la industria cinematográfica española contaba con la estructura necesaria para hacer películas de calidad comparable a aquella y, en consecuencia, quien haya visto las dos se habrá sorprendido con una comparación tan peregrina, puesto que cualquier parecido es “pura coincidencia”: acaso las últimas tomas (el “desfile de la victoria”) recuerden vagamente fórmulas del arranque de El triunfo de la Voluntad; paradójicamente, conocida la situación ideológica que acabará asumiendo el dictador, las fórmulas de montaje empleadas parecen más cercanas al cine soviético (Eisenstein). L. Riefenstahl nos habla de una idea política perfectamente definida; Sáez de Heredia, de El Capitán Trueno.
De acuerdo con las pretensiones teóricamente “didácticas”, la película se presenta al público patrocinada por “el Consejo de la Hispanidad”, inaugurando una “moda” que marcará invariante castizo del cine español hasta la actualidad, recurriendo a argumentos que han cambiado poco con el paso de los años. El cine español “renace” sustentado en el dinero público, y por lo tanto, se desarrollará en permanente realimentación con los intereses dominantes. En este caso concreto sería absurdo imaginar que la película había sido realizada supeditada a los intereses del público: de hecho, al ofrecer una visión tan sesgada e irritante para los sectores republicanos, es de imaginar cómo fue recibida por quienes habían perdido la guerra (sociológicamente, la mitad de la población, cuando menos). Y en ese sentido, se podría hablar de una película de reforzamiento ideológico más que de otra cosa…
La película se construye sobre la historia de una familia (los Churruca), que se emplea como materialización de las esencias patrias con un cuidado exquisito. Pedro Churruca , descendiente de Cosme Damián Churruca, «el más sabio y valeroso marino de su época», héroe de la batalla de Trafalgar (1805), es capitán de navío y tiene cuatro hijos; Isabel, Pedro, José y Jaime. Le elección de este personaje implica varias circunstancias relevantes. La primera, entroncar a los personajes con un héroe de las luchas contra los ingleses (la “pérfida Albión” que mantenía una colonia en el Peñón); la segunda, vincular el “espíritu patrio” a las Vascongadas (Cosme Damián procedía de allí) y la tercera vincular todo ello con el nacimiento de la bandera “nacional”, empleada como enseña de la armada, precisamente, en la época de Carlos III (Decreto de 28 de mayo de 1785).
Todas las palabras pronunciadas por Pedro Churruca en las primeras secuencias tendrán forzadísima orientación pedagógica: se sacrifican los mejores, hay que aceptar el destino que nos ofrezca Dios, etc. E incluso aplicará a sus hijos una plática-arenga en la que introducirá un matiz sorprendente: para materializar el espíritu militar en el discurso histórico no recurrirá a El Cid, Viriato o Guzmán el Bueno, como será norma en los manuales de Formación del Espíritu Nacional posteriores, sino a los almogávares, “los más representativos de la raza española: firmes en la pelea, ágiles y decididos en el maniobrar”. Parece obvio el intento de completar el diseño regional con la inclusión de la corona de Aragón (Cataluña incluida, por supuesto)y, desde ellos, con lo más hondo de la tradición hispánica: algunos historiadores creían que los almogávares, por sus costumbres militares, acaso fueran pervivencia de los guerreros íberos.
Este engolado padre de familia culminará enseguida para configurar el tablero de juego del que nacería el espíritu de quienes se sublevaron el 18 de julio de 1936: será enviado en una misión suicida a luchar en Cuba contra la flota norteamericana, para dar broche heroico al caduco imperio español, construido sobre los valores del catolicismo, a manos de un capitalismo carente de valores morales, tal y como quedará acreditado en la boda de la hija, con la conversación mantenida entre la madre y el tío del novio, a su vez, burgués (capitalista) vasco. Para los ideólogos franquistas de esos años (1941) la desaparición del “imperio colonial español” (crisis del 1898) fue resultado de la confabulación de los intereses de las “potencias rivales” junto con la indolencia de los políticos españoles, más atentos a sus propios intereses que a la conveniencia de la Patria. “La masonería es la dueña del Parlamento”. “Ciento ochenta diputados masones reciben órdenes del extranjero”.
Y en el momento del sacrificio, Pedro Churruca deja las cosas muy claras: “Dotación del Vizcaya, ha llegado el momento difícil. Nada quiero deciros, sino haceros saber que, interpretando vuestros sentimientos y el mío, he mandado clavar nuestra bandera de combate. O se alza victoriosa o se hundirá con nosotros. Así lo exige el honor de la Patria. Dotación del Vizcaya, ¡viva siempre España! “
Raza se presenta con una postura “anticapitalista” construida sobre la reivindicación de los valores de una Edad Media mitificada según los criterios de un catolicismo atrincherado frente a la implantación social de las concepciones materialistas, a su vez, propiciadas por el desarrollo científico. Según el argumento de la película, quienes siguen esas nuevas ideas forman parte de dos grandes grupos: los “equivocados” y los “vendidos a los intereses de las potencias extranjeras”. Y de esos intereses foráneos se menciona explícitamente a los Estados Unidos, implícitamente a Inglaterra y a la URSS, mediante un plano en el que puede leerse “Viva Moscú”. Pero aunque parezca increíble, en Raza no existen las alusiones al comunismo que serán constantes a partir del momento en que se normalizaron las relaciones de Franco con el gobierno norteamericano.
Y, precisamente, en esa situación hay que entender el curioso periplo seguido por esta película, cuando por razones de política exterior, fue “reformada” en el año 1950, acomodándola a los nuevos valores, incluso en el título, que pasó a ser “Espíritu de una raza”, mucho más etéreo que el anterior, excesivamente alineado con los principios políticos nazis. Las instrucciones en ese sentido fueron tan estrictas que se eliminaron todas las copias de la primera versión, que ha llegado a nuestros días accidentalmente, gracias a dos copias que permanecieron al margen de las voluntades de los manipuladores franquistas (ver el artículo “Dos versiones de Raza”, El Catoplebas, nº 44, 2005). Y en la nueva versión se suavizaron exageradamente las alusiones a los Estados Unidos, se eliminaron algunos planos de saludo brazo en alto (en general, casi todas las menciones a la falange) y se forzaron las alusiones al “peligro comunista”. Y Franco se pudo presentar no como un “anticapitalista” o enemigo de la democracia burguesa, sino como un ferviente combatiente anticomunista, posición en la que permaneció, prácticamente, hasta su muerte. Y sus ideólogos lo enfatizaron tanto, que acaso acabaran creyendo que esa había sido una de las razones desencadenantes de la Guerra Civil...
Los cuatro hijos del héroe de Cuba reflejaran las diferentes actitudes que podían tomar los españoles ante el drama que desembocará en la Guerra Civil: el protagonista, José, valiente, desprendido, apuesto, modelo de virtudes, incapacitado para la defecación, dará continuidad a la tradición militar de los Churruca; Isabel, la hija, en consonancia con el papel activo que reservaban los regímenes de este tipo a las mujeres, se casará con un miliar pusilánime; Jaime —aún un bebé cuando murió su padre— ingresará en una orden religiosa y, por fin, Pedro, caracterizado, incluso, desde la edad infantil como “el malo” (en realidad, “el equivocado”), optará por la carrera política, para la que necesitará dinero, que obtendrá obligando a la madre a repartir la hacienda familiar. En este punto la película se muestra especialmente beligerante contra el sistema democrático (democracia burguesa) que presenta indefectiblemente vinculado a la acumulación de capital. Y en esa línea la película por sí sola desmonta buena parte del “argumentario” empleado desde el año 1950 para justificar el golpe de estado.
Los hijos recogen el ideario franquista, que en cierto modo se muestra deudor de la estructura social medieval, construida mediante trabajadores, clérigos y militares (nobleza), con una carencia importante: en la película los menesterosos, que aparecen caracterizados como “brutos”, sólo tienen cabida en la zona republicana. Esa es la fuente que explica la relevancia que se otorga a la “sangre”, como garantía de nobleza (entendida como “superioridad ética”), que a su vez, explica lo sucedido con el hermano “malo”, que acaba dándose cuenta de su error y asumiendo la responsabilidad que le corresponde como sucesor de Cosme Damián: morir heroicamente. El resto de los hermanos, dentro de la misma dinámica, corren suertes dispares. José, la personificación de las esencias almogávares, especie de “moderno” Capitán Trueno, será fusilado, pero como en los tebeos, salvará la vida milagrosamente; el fraile (secundario sacrificable para acentuar la carga emotiva, como en las cintas maniqueas de Hollywood) morirá fusilado junto a su compañeros de convento en la secuencia más dramática de la película, con una concepción iconográfica comparable a la ejecución del general Torrijos (A. Gisbert, 1888), que acaso no fuera buscada conscientemente.
Tras un periplo bélico en torno a Bilbao, con el Capitán Trueno resucitado, que sirve para describir cómo superar el desánimo de quienes no tienen sangre almogávar, la película acaba con el desfile de la victoria en Madrid, presidido por Franco, con planteamientos visuales que, de lejos, recuerdan a L. Riefenstahl: como en El triunfo de la Voluntad, la cámara se sitúa por detrás del General, que saluda...
Fuera del carácter documental recogido hasta aquí, la película refleja las carencias de una industria incipiente, condicionada según las referencias alemanas (indirectas) e italianas (directas), a las que no se aproximó la película en cuestión ni de lejos. El guión es tan malo que parece obra de un aficionado... interesado en irritar quienes habían perdido la guerra. La contraposición entre “nacionales” alegres, “guapos”, optimistas, etc. y “republicanos”, mal encarados, “feos”, hoscos, etc. es particularmente irritante, aunque, en realidad, sea fórmula habitual en la expresión cinematográfica desde el nacimiento del cine, para acotar los territorios de proyección positiva y negativa, respectivamente.
Si analizamos el guión... Es posible que la participación de Franco en la película fuera mayor de la reconocida como autor del “argumento”. Da la sensación de que José (el Capitán Trueno) es boca de ganso... Acaso por ello, R. Gubern ofreciera una hipótesis, según la cual, la familia Churruca sería la propia del generalísimo, pero el carácter está tan “amoldado” como paradigma positivo que, podría ser interpretada como una sublimación de cualquiera que se sintiera identificado con los valores argumentales de la historia. Pero no creo que se pueda llegar mucho más allá.
El montaje... La película es un muestrario de irregularidades y torpezas; los fallos de raccord, sobre todo en la primera parte, son tan acusados que producen risa... El ritmo tiene altibajos... paralelos a las anomalías del guión. El fusilamiento “milagroso” de José, una de las situaciones de mayor carga dramática, con el héroe ofreciendo el pecho cargado de condecoraciones, rezuma tanto engolamiento que es difícil no reír o sentir bochorno al verlo. Es, en suma, una película que desborda ampliamente los generosos límites de la “realidad cinematográfica” y, por lo tanto, “regresiva” si la comparamos con la de Augusto Genina, que, por ello, otorga mérito a las realizadas poco después por directores como Nieves Conde. Desde este precedente oficial, parece increíble que diez años después se pudiera hacer Surcos (1951)...
Apenas se salva la fotografía (J. Aguayo), junto con la mezcla de tomas “reales” y ficticias y la buena voluntad por hacer una película que estuviera a la altura de las producciones alemanas e italianas, por activar una industria que tardará muchos años en ser una realidad. Por suerte o por desgracia, a Franco no se le volvió a ocurrir hacer otra película... ¿O sí? No me extrañaría nada que en un futuro próximo se descubriera que algún director de los años cincuenta y sesenta (de esos etiquetados como “progresistas”) fuera, en realidad, un “negro” de Francisco Franco, que algo aprendería del oficio, haciendo Raza...

Como sucede con El Triunfo de la Voluntad, Raza es una película magnífica para entender los argumentos que activaron los engranajes visibles del golpe de estado franquista, sin las manipulaciones propiciadas por la acomodación del Régimen a las circunstancias del desarrollo histórico posterior, y para contemplar como éstas pueden inducir la falsificación del pasado ofreciendo, como en este caso, la más ridícula de las paradojas: para mantenerse en el poder, Franco decidió (es difícil imaginar que alguien ajeno a su persona hubiera decidido unilateralmente las modificaciones mencionadas) ofrecerse a “la odiada y temida potencia capitalista” defendiendo los intereses que, según él mismo, había precipitado la ruina del Imperio Español y que, para dar un golpe de timón a pérdida de los valores hispanos tradicionales (por supuesto, según su propio criterio), le habían animado a encabezar el golpe de estado del año 1939. El cine puede ser maravilloso… también como documento histórico.

miércoles, 19 de diciembre de 2007

El cine de Stanley Kubrick, 1.

Lo primero a destacar en la Obra de este neoyorquino con vocación europea es que es uno de los pocos cineastas que en asuntos de libertad creativa «echó un órdago a la grande» —por decirlo en argot castizo— y puso en juego la carrera profesional por defender su independencia creativa frente a las imposiciones de la poderosa estructura industrial norteamericana. Desde el año 1960, cuando hizo las maletas y se marchó a Europa, procuró hacer lo que «le pedía el cuerpo» sin otros condicionantes que sus propias limitaciones... Es posible que a partir de ese hecho, que concita gran simpatía entre quienes nos negamos a dejar de ser rebeldes, quepa reprocharle una muy elevada dosis de soberbia, pero, ¿quién asumiría la función de fiscal ante un creador celoso de sus propios proyectos?
Es muy curioso que, a pesar de ello, cuando los «especialistas» hablan del abstracto y famoso «cine de autor», nunca o casi nunca lo citan, como si su caso fuera marginal; y sin embargo, aún hoy e incluso en los ambientes del cine artesanal, es difícil encontrar cineastas que hayan creado una Obra tan «personal» como Kubrick.
¿Qué podemos y debemos destacar de su personal modus operandi? Kubrick nos ha enseñado —nos enseña—que para hacer una buena película es condición necesaria e imprescindible (no suficiente, por supuesto) partir de una «buena historia», si es posible , creada por un profesional de calidad contrastada, con quien habrá que colaborar estrechamente para comenzar a diseñar lo que acabará siendo la película. La nómina de quienes trabajaron con Kubrick en la faceta literaria preliminar es elocuente y muy significativa y anticipa algo que no todos los cineastas parecen tener claro: que el cine es, ante todo, una forma expresiva fuertemente condicionada por su carácter de empresa colectiva. Por desgracia, aún son numerosos quienes desde la pretensión de hacer «cine de autor», creen que una película es empresa idónea para el genio polifacético de Juan Palomo.

De la contemplación de la filmografía de Kubrick también podemos deducir que la realización cinematográfica, por su propia naturaleza, impone prestar gran atención a las cualidades formales. Él lo asumió con tanta decisión que muchas de sus secuencias y algunas de sus películas (especialmente, 2001) pueden ser re-contempladas, al margen de las clasificaciones por géneros o especialidades, como verdaderas «obras de arte». Es notoria su actitud perfeccionista que le granjeó múltiples enemistades entre los actores y quienes debían repetir las tomas innumerables veces…
El cine, en su carácter de espectáculo público, también ha de tener tantas posibilidades de «interpretación» como las que impone la heterogeneidad del colectivo que asiste a una sala de proyección. Frente a la sobrestimación de la interpretación subjetiva, que han consagrado ciertos «cineastas» con pretensiones elitistas y que se concreta en la «validez» de cualquier interpretación, aunque sea estúpida o amanerada, en el cine de Kubrick se impone la consistencia de la estructura argumental propia, una estructura que siempre es posible percibir porque subyace en cada plano y cada secuencia, diseñados «al milímetro». Surge así la posibilidad de una «interpretación progresiva» que depende de la formación de cada espectador y que tarda mucho en agotarse. Acaso el ejemplo más significativo de esta posibilidad lo documenta la inagotable A Clockwork Orange. Además del «anecdótico» periplo personal de Alex, La naranja comprende una reflexión sobre el triángulo determinado por la violencia, el sexo y el arte, una crítica feroz de las secuelas de las propuestas psicológicas de Paulov y del conductismo , una crítica matizada de la religiosidad institucionalizada, una mofa del «orden militar», por supuesto, una crítica radical del sistema democrático, etc. Y lo que aún es más importante: todas esas cuestiones siempre están aderezadas por la complicidad activa o pasiva de los espectadores, convenientemente «manipulados» con el auxilio de los recursos propios del medio cinematográfico.
La Chaqueta metálica es una película de asunto bélico, pero es muy fácil encontrar en ella pautas que nos remiten a planteamientos que se salen de la «anécdota» bélica para caer en cuestiones mucho más complejas, siempre vinculadas a las preocupaciones existenciales del ser humano. Para comprenderlo basta con preguntarse qué sentido tiene el título...
Naturalmente en relación a esa solidez argumental, que se ha catalogado como «cine de tesis», existe una excepción sobresaliente en 2001. Pero fuera de ella, en la que, al margen de los «hechos ocurridos» —los sucesos del futuro tienen consideración de «hechos ya ocurridos»— la «trama argumental» queda al arbitrio de la capacidad analítica del espectador, el resto de sus películas determinan un conjunto paradigmático de coherencia argumental difícil de superar.
Hay quien dice que las películas de Kubrick encienden polémicas apasionadas, porque nadie permanece impasible ante ellas... Aún me perturban aquellas viejas interpretaciones que ciertos sectores de la «progresía» hispana hicieron de La naranja mecánica, a la que reprocharon veleidades «reaccionarias»... Y es que cierta «progresía», la misma que hoy reivindica los valores estéticos de las fórmulas «morbosas», apoyándose en Kant o en Nietzsche, no se ha caracterizado —no se caracteriza— por un elevado grado de perspicacia ni por tener una sólida estructura ideológica. En cualquier caso, creo que casi resulta una obviedad destacar que, dejando en el olvido los viejos «panfletos» marxistas, que tuvieron su razón de ser como elemento instrumental a principios de siglo, S. Kubrick acaso sea el ejemplo más significativo de coherencia crítica y compromiso social que ha proporcionado la reciente historia del cine... Seguramente habrá quien crea que ese papel le cuadra mucho mejor a Capra... porque, naturalmente, todo puede ser «opinable»... y es sabido que hoy, ante el cambio de milenio y el imperio de las ideologías deconstructivas, no hay nada más etéreo y difuso que las fronteras que separan lo progresista de lo reaccionario, lo revolucionario de lo acomodaticio y lo interesante de la estupidez. Es imposible evitar que aparezca alguien en cualquier momento dispuesto a etiquetar a Kubrick de reaccionario, de «pseudointelectual» o de estúpido, sencillamente, porque nunca aceptó que el sistema democrático fuera una institución cerrada e imposible de mejorar...
Creo que sólo se le puede hacer un reproche bien fundamentado y otro cínico de carácter estratégico. El reproche bien fundamentado: su actitud hacia la mujer. Exceptuando la problemática Eyes Wide Shut, en «sus» películas, la mujer aparece, bien como un «factor» u «objeto» estrictamente «accidental», bien como categorización simbólica, pero nunca como persona autónoma e individualizada. Casi como en el caso de Tarkovsky, las mujeres de sus películas son personajes secundarios, acaso, demasiado secundarios... Las cuestiones tratadas en sus películas, aunque tengan pretensiones de generalización, siempre están sesgadas desde la naturaleza masculina. Sin embargo, frente a lo que sucede con Hitchcock, no creo que se pueda hablar de actitud «machista» más que por la vía de la omisión o de los influjos directos. Y acaso para resolver esa carencia, realizó la última…
El reproche cínico-estratégico: la pretensión de hacer cine para que el espectador reflexiones sobre algún asunto concreto o, mejor, sobre sí mismo. Acaso sea demasiado pretencioso imaginar que el espectador, acostumbrado a asumir el rol pasivo fomentado por la industria cinematográfica norteamericana, acostumbrado a funcionar con el «piloto automático», puede estar interesado en salir de su cascarón...


Killer’s Kiss

Desde su formación como fotógrafo, a los 27 años y después de unas cuantas pruebas de cualidades mediocres, Kubrick afronta la realización de esta película con evidente escasez de medios. El resultado es tan pobre, que si no conociéramos el resto de su producción, no merecería la pena dedicarla un renglón. Sin embargo... Sin embargo, Killer’s Kiss tiene enorme interés por múltiples razones, que casi siempre se derivan de la aparición de los elementos que Kubrick afrontará en otras películas.
En primer lugar es importante destacar el carácter de la imagen, extraordinariamente cuidada (Kubrick fue su propio director de fotografía). Resulta difícil encontrar algún plano que no haya sido concebido con implícita finalidad estética y, casi siempre, significante. Desde mi punto de vista, merecen mención especial los de la «ciudad deshumanizada» de la parte final, casi todos los de a secuencia de boxeo y, naturalmente, los del almacén de maniquíes.
En segundo lugar, también es importante mencionar de dónde, concretamente, surge el cine de Kubrick. Aunque con cierta razón se le suele relacionar con Rossen (Cuerpo y Alma, 1947) y, sobre todo, con Max Ophüls, Killer’s Kiss es suficientemente explícita como para poner sobre la mesa la importancia que, en este sentido, tuvo el cine de sir Alfred Hitchcock. Las relaciones con La ventana indiscreta, estrenada el año anterior, son tan claras que es imposible pasarlas por alto. Kubrick recurre al «juego de ventanas», en el que introduce el aparato de televisión, para duplicar el campo visual, para relacionar simultaneamente dos escenarios diferentes, y, tal vez, para forzar cierta «inquietud visual». Naturalmente, también hay que menciopnar en este capítulo a Orson Welles, cuyo influjo será mucho más acusado en The Killing, a Carol Reed (al Carol Reed de producción inglesa), a quien le unirá, asimismo, cierta afinidad en la preferencia de actores, y a Sergei Eisenstein, al que dedica un plano de escalera que, por su ubicación en la estación, nos permite establecer una línea que culmina en Los Intocables, de Briam de Palma.
El tercer elemento de interés esta, claro está en la aparición de su característica ambición argumental, aunque en esta película el resultado sea penoso. El problema de la «maduración» sexual de la protagonista, explicado en la forzada secuencia de ballet y a partir del parecido entre el padre y el «patrón», es tan artificioso que casi resulta ridículo. No obstante, queda claro por dónde iban unas preocupaciones que permanecerán presentes hasta la última película, en la que, en tono más general, recupera el asunto de ésta.
Entre las carencias más relevantes de Killer's Kiss, hay que destacar la inexistencia de una estructura narrativa y visual sólida y, sobre todo, las manifiestas debilidades de montaje.

Atraco Perfecto (The Killing)

The Killing (1956) marca la culminación de un proceso de aprendizaje que prefigura algunas de las cuestiones desarrolladas en las producciones posteriores, en especial, su alejamiento de las concepciones maniqueas propias de la industria norteamericana. Continuando la línea definida por el llamado “cine negro”, en casi todas las películas de Kubrick nunca hay «buenos» ni «malos»; como mucho, personajes simpáticos y personajes antipáticos. Y en ese sentido se distancia algo de las preocupaciones “pedagógicas” o “didácticas” de autores como Polonsky, Dassin, Rossen y, en general, de quienes padecieron la “caza de brujas”, para proponer un cine infinitamente más abierto. Cuando acabamos de ver The Killing surgen en nuestras cabezas dudas, preguntas pero, sobre todo, inquietudes…
Hay quien dice que The Killing es la mejor película de Kubrick... supongo que con la intención de desmerecer el resto. Pero en todo caso, se trata de una obra muy destacable en la que, casi como por «arte de magia», se resuelven las carencias de la anterior. A mi juicio, la explicación del milagro está en la participación de Lucien Ballard como director de fotografía, un personaje que llevaba a sus espaldas 25 años de experiencia en el medio y que había colaborado con una nómina amplísima de directores, entre los que podemos citar a Josef von Stenberg, Charles Vidor, Archie Mayo, John Cromwell, Jaques Tourneur, Samuel Fuller, Robert Wise, Henry Hathaway, Roy Ward Baker y Budd Boetticher, a quien permanecerá vinculado unos cuantos años más; también trabajará con Sam Peckinpah. Se trata, en definitiva, de uno de esos «artesanos» que determinan la substancia de la industria cinematográfica norteamericana y que proporcionan unos patrones de calidad que, con frecuencia, difuminan o desvirtúan —según los casos— la función del director. En este caso, sería interesante saber hasta dónde llegó la aportación de Lucien Ballard...
Sea como fuere, la película determina el primer paso importante de la carrera de Stanley Kubrick y un estándar de calidad que será irreversible y en el que salvo en algún momento muy concreto (elipsis forzada de la matanza), apenas hallamos defectos de ningún tipo.
Aunque, por el carácter de la estructura narrativa, parece obvia la relación con el Orson Welles de Citizen Kane (1941), atendiendo a la imagen, es muy fuerte la tentación de ampliar esa relación al vínculo que podemos establecer entre Lucien Ballard y Gregg Toland, el director de fotografía que trabajó a las órdenes de Orson Welles, que, a su vez, colaboró de modo asiduo con Howard Hughes y William Wyler. Con frecuencia nos olvidamos del carácter colegial del cine y, desde luego, de la importancia de los directores de fotografía...
Al hilo de esta cuestión, también merece ser destacada la deuda que tiene Kubrick con el cine británico, del que, con frecuencia, toma el planteamiento «coral» que sólo abandonará en las obras más dependientes de la estructura comercial norteamericana (Senderos de gloria y Espartaco).
Tampoco es muy original el «estilo» de reportaje porque venía siendo empleado desde muchos años atrás en Hollywood, especialmente, en películas de escasos recursos («serie B»). Frente a otras películas (La naranja, Barry Lyndon), en las que recurre al narrador para incrementar la capacidad comunicativa de la película, en ésta ese procedimiento es empleado también como, a mi juicio, innecesario factor de ordenación narrativa.
En definitiva, como parece lógico y con los antecedentes conocidos (Killer’s Kiss), lo más relevante de la parte visual de esta primera película «seria» de Kubrick seguramente debe más a los recursos al uso de una industria perfectamente configurada que al propio director, que acaso sólo se preocupara de mantener cierto nivel de calidad fotográfica y de emplear lo que acabarán siendo sus «rasgos estilísticos».
Sea como fuere, Kubrick firmó una obra en la que aparece una estructura visual perfectamente configurada desde los primeros fotogramas. Entre éstos destacan las impecables tomas desde camión de la carrera, a contralectura, y la aparición de los primeros travellings que serán rasgo característico de su obra. En el primer caso, la toma resulta especialmente adecuada para generar tensión visual y, al mismo tiempo, para acentuar el protagonismo de los caballos.
Merece ser destacada la presentación de los personajes, en términos que sirven, a la vez, para establecer progreso tensional y para prefigurar el desenlace y el uso de los recursos narrativos habituales en Kubrick (focos de luz por detrás, ambientes en clave baja, planos-semicontraplanos en angulaciones coherentes, etc.). Esta duplicidad funcional en el diseño de la imagen será uno de los recursos más habituales en todo el cine de Stanley Kubrick.
La iconografía femenina aún debe mucho a Alfred Hitchcock: mujeres virtuosas, frívolas y mujeres maduras «odiosas» parecen haber escapado de cualquier película del realizador británico, cuya interpretación de la mujer raramente escapaba de esos penosos «arquetipos». Tendrán que pasar muchos años hasta que Kubrick trate el «asunto femenino» con mayor complejidad...

Casablanca, M. Curtiz, 1942

La película se realizó en plena Segunda Guerra Mundial, justo cuando Estados Unidos valoraba la posibilidad de ampliar sus operaciones militares, hasta entonces limitadas al Pacífico, para entrar en Europa. De hecho, el 8 de noviembre de 1942, poco después del estreno, Estados Unidos comenzó a enviar tropas al norte de África y, casi como si la película hubiera sido una premonición, éstas se establecieron junto al bar de Rick, precisamente, en Casablanca. Allí se reunieron los estados mayores de Usa y Gran Bretaña para planificar las operaciones que empujaron a las tropas italianas hacia el sur de Italia y, desde allí, hasta Berlín.
A partir de un relato de M. Burnett y J. Alison (“Todos acuden al bar de Rick”), se fue construyendo un guión (al parecer, el desarrollo del guión fue paralelo al rodaje) enfocado a las ideas fuertes del cine norteamericano de la época: el triunfo del bien sobre el mal y la preeminencia de las obligaciones sobre las apetencias; y todo ello aderezado con unos condimentos que, como correspondía a la situación política del momento, cruzaban las fronteras más groseras de la manipulación política.
La historia de amor que cuenta la película se desarrolla entre un conjunto de personajes que representan a otros tantos “ciudadanos” europeos, cualificados de manera “simpática”, salvo si son alemanes, pero siempre en posición dependiente respecto de Rick.
Los franceses, representados por el capital Louis Renault y por unos cuantos policías, son presentados de manera ambigua... hasta la secuencia final. Mucho más clara es la caracterización de los italianos: un chalado (el policía que discute con el francés en la secuencia del aeropuerto)y un mafioso (Ferrari). Parece imposible cualquier acuerdo los italianos y los franceses... También hay un ruso (el camarero), calificado de “loco”, holandeses... Me pregunto cuál será la nacionalidad de Ugarte, el activista que ha conseguido los salvoconductos tras un atentado...
Cuando estamos cerca del minuto 20, se nos informa que Rick ha participado en España y Etiopía. Los americanos como Rick son necesarios en todas partes para recomponer los grandes ideales... aunque éstos fracasen.

El triángulo amoroso tarda casi media hora en manifestarse, justo cuando aparecen una sueca (Ilsa) y un checo (Laszlo); ante ellos se manifiesta un noruego, que al parecer, forma parte de la resistencia; a continuación aparece una “española guitarrera”, que materializa el personaje, para mi gusto, más irritante. Y el muestrario continuará con los judíos alemanes y una atribulada pareja de búlgaros, que ofrecerán a Rick la posibilidad de emplear su poder para que la castidad triunfe sobre el acoso perverso del capitán Reanult. Es sabida la manía “sexual” de los códigos éticos imperantes en aquellos años. De hecho, durante el rodaje, se dispararon las alarmas de “moralina” ante el tipo de relación que mantenían Rick e Ilsa. Parece ser que en París llegaron a la cama, pero no está claro lo que sucede en Casablanca, cuando Ilsa le manifiesta sus sentimientos...
Ante el conflicto de sentimientos e intereses, Ilsa increpará a Rick para que sea él, quien piense “por los dos, por todos nosotros”. Y en el desenlace, por si algún espectador no se había enterado, cuando está claro que Rick ha tomado partido contra los alemanes, Laszlo le dice: “esta vez sé que seremos los vencedores”. Y de colofón, la hermosa mistad con quien ha decidido romper con Vichy... En definitiva, todos los europeos reclaman que Rick les ayude para acabar con los nazis.
No se puede decir que la película sea mala, si entendemos el cine como un producto propio de la industria del entretenimiento. Se trata de una película en la que se aprovechó la capacidad de convocatoria de H. Bogart e I. Bergman, emparejándolos, incluso, en contra de las circunstancias más elementales. Bogart era más bajo que la Bergman y ello forzó algunas situaciones hasta límites irrisorios: en las secuencias de París existen algunos planos “desconcertantes”: los sillones sobre los que se sienta Ilsa son mullidos, mientras que los utilizados por Rick son bastante rígidos; también son muy curiosos los zapatos que lleva Bogarte en el plano de baile, hacia la mitad de la película. Dicen que había química entre los dos actores y que esa química se manifiesta en la pantalla... ¿¿¿???
En el lado negativo debemos situar un ritmo ramplón, apoyado en un diálogo fluido pero de escaso relieve y en la inclusión de números musicales, según criterios de gusto que pasaron de moda rápidamente: en esa línea se puede situar una de las cualidades más afortunadas de la película: la calidad del “tema central” y la integración de la marsellesa en el desarrollo de la historia. Algunas de las situaciones que ofrecen las diferentes secuencias están tan forzadas que produce risa oírlas dos veces.
Se ha dicho que M. Curtiz fue un director sin estilo... A mi juicio, Casablanca es un paradigma de lo que fue el “cine industrial” norteamericano, caracterizado por sus rasgos:
1. Argumento sencillo, articulado desde planteamientos maniqueos, que deben culminar en el triunfo de “lo correcto” (el Bien) sobre “lo incorrecto” (el Mal). La “historia” debe estar al alcance de todo el mundo.
2. Preponderancia del productor y los actores sobre el director.
3. Buena fotografía, buena ambientación, buen diseño, etc. Estándares industriales de elevada calidad.
4. Reforzamiento de los valores ideológicos predominantes cuando se realizó la película. En este caso, podemos hablar de una película que intentaba ofrecer una réplica a lo que en Alemania había hecho L. Riefenstahl, cuando rodó El triunfo de la voluntad (1935), por supuesto, mediante un “estilo cinematográfico” absolutamente distinto al de aquella, pero muy similar al que emplearon los realizadores alemanes que rodaron historias de ficción, en las que “los malos” eran, lógicamente, los ingleses.
Entendiendo el cine en coordenadas de entretenimiento, Casablanca es una buena película... Pero si empleamos otros criterios de valoración, si aplicamos al cine criterios comparables a los que utilizamos para juzgar el teatro las cosas cambian diametralmente. Los repertorios que tienen por fuente a la industria norteamericana dicen que Casablanca es una de las mejores películas de la historia del cine... Lamento no estar de acuerdo: a mí me parece una película ramplona, de guión pobre, estimable sólo si la entendemos como propaganda política.

viernes, 14 de diciembre de 2007

Redadted, Brian de Palma, 2007

Con cien años de cine a las espaldas, con tantas obras que siguieron los caminos abiertos por Abel Gance en J’Accuse (1918; existe otra versión de 1937) y King Vidor en The Big Parade (1925), francamente era difícil realizar una película antibelicista que aportara algo. De hecho, el antibelicismo se ha convertido en un subgénero (dentro del género bélico), donde no son extrañas las obras de cierta calidad. La guerra de Vietnam, con las reacciones sociales que movilizó por doquier, configuró el caldo de cultivo idóneo del que se nutrieron algunos realizadores que no siempre utilizaron dicha guerra como telón de fondo a sus reflexiones. Por lo general, los puntos de partida de casi todas ellas aparecen recogidas en la metáfora dialéctica encuadrada en el uniforme del soldado Bufón (La Chaqueta Metálica, 1987); en el casco, “nacido para matar” y en el pecho, la enseña pacifista. La propia guerra parece inducida, precisamente, por esa doble naturaleza que es leit motiv de la dinámica de cualquier fenómeno cultural. En todo ser vivo, en todo grupo social, conviven los mas nobles sentimientos, respectivamente, las más grandes realizaciones, junto con esos componentes que nos recuerdan nuestra naturaleza como “animales carnívoros” y, en todo caso, como generadores de las más salvajes agresiones militares. Y en ese grupo podríamos incluir, además de la mencionada, las películas de San Peckinpah (Grupo Salvaje, La Cruz de Hierro) y el muy numero grupo de las ambientadas en la guerra de Vietnam, donde se centró la voluntad pacifista de, al menos, dos generaciones (Kubrick, Coppola, O. Stone, B. Levinson, etc.).
Sólo en algunos casos muy concretos, por lo general, mucho más recientes, se trascendían esas reflexiones filosóficas para entrar en la valoración más precisa de situaciones concretas… no siempre con las mismas referencias ideológicas. En ese grupo podríamos incluir Before the Rain, de Micho Manchevski y, en general, casi todas las cintas que describieron los conflictos de la antigua Yugoeslavia, y las de los directores de países con graves problemas político-militares, como Hany Abu-Assad (Paraíso Ahora, 2005), por citar una de las más conocidas. Y en este último grupo podemos incluir la última obra de Brian de Palma, que a lo largo de su dilatada obra nos ha ofrecido un conjunto de películas desiguales, en ocasiones declinadas hacia lo puramente comercial, pero siempre dotadas de la impronta que solo puede proporcionar la maestría de aquel a quien, con malicia, se etiquetó como “discípulo-seguidor” de Sir Alfred Hitchcock. Sin embargo, entre las prevenciones con que se suele mencionar su nombre, también se suele reconocer que es difícil encontrar películas suyas en las que no exista alguna secuencia magistral, incluyendo, por supuesto, las más comerciales.
En Redacted, Brian de Palma nos cuenta una historia terrible (la violación y asesinato de una joven en Samarra, los antecedentes y las consecuencias inmediatas), pero lo interesante trasciende ampliamente la anécdota brutal para entrar en territorios de gran complejidad. Las grabaciones ingenuas de Ángel Salazar nos situarán enseguida ante una realidad trágica de dimensiones especialmente complejas, que intuimos al ver a uno de los soldados leyendo “La cita en Samarra” de John O’Hara, relato de fuerte contenido social, que nos remite a un cuento tradicional persa del mismo título recogido por Somerset Maughan, que, en clave de doble paradoja, habla sobre la imposibilidad de escapar a la muerte (nueva manera de afrontar la idea de “destino”).
Sin solución de continuidad, B. de Palma nos ofrece imágenes que recuerdan La Chaqueta Metálica y, sobre todo, al San Peckinpah más expresivo. Bajo los acordes de la zarabanda de Hendel, que utilizara Kubrick en Barry Lyndon y con formato de reportaje periodístico, “firmado” por Marc y François Clément, se nos ofrece otra nueva aproximación que incluye unos segundos dedicados a la pelea desigual entre el escorpión y las hormigas, asunto empleado en el arranque de Grupo Salvaje (1969)... También en aquella película de Peckinpah, los niños aparecían como víctimas o como seres capaces de la mayor crueldad (en Grupo salvaje los niños acabarán prendiendo fuego el hormiguero). El soldado cuyo rostro vemos en la pantalla, minutos antes nos ha contado que, como Barry Lyndon, entiende su participación bélica como un medio que mejore su miserable situación social: pretende obtener dinero para convertirse en director de cine… Es difícil no establecer una relación directa entre estas alusiones y el fatalismo que inundaba aquella película legendaria y, por supuesto, ésta… Al fondo, el pesimismo de la escuela de Frankfurt, que con el paso de los años, por efecto de las derivas posmodernas, acaso se haya transformado en un extraño escepticismo existencial. La incapacidad de los soldados americanos para entender a los iraquíes recuerda el final de La Chaqueta Metálica, con los supervivientes del pelotón entonando la canción de Mickey Mouse, como forma de acreditar las aportaciones de la cultura norteamericana de aquella época al “acervo universal”. Se diría que a principios del siglo XXI a la cultura americana, empeñada en una hegemonía militar absurda, no le caben otras aportaciones que la expansión de la violencia.
El soldado juguetea con una bala (“7,62 milímetros con camisa metálica…”), que percibimos en un plano de detalle, mientras contempla a un grupo de niños que juegan al fútbol y le ofrecen productos… No se ven a los enemigos; los enemigos no se muestran… porque cualquiera, incluso un niño, puede serlo. Como los acontecimientos narrados explicarán enseguida, aquí las “chaquetas metálicas” sólo sirven para matar inocentes, para multiplicar los problemas.
La voz en off del supuesto “documental francés” (garantía de objetividad cartesiana) nos explica que los soldados están sometidos a una tensión psicológica brutal, que las fronteras culturales entre norteamericanos e iraquíes impiden la comunicación más elemental: el brazo en alto se puede interpretar no como una señal de alto sino como un saludo amistoso y aunque existen muchos carteles escritos en árabe e inglés, son muy abundantes las personas analfabetas…
En los minutos sucesivos, la película va desgranando incidentes dramáticos, mediante un ritmo narrativo que se apoya tanto en ellos como en el formato comunicativo empleado para describirlos, cubriendo todas las posibilidades imaginables en la actualidad. Además de las fórmulas mencionadas (vídeo doméstico, reportaje), recurre a la vídeo-conferencia, a los vídeos tipo YouTube, a las tomas de vigilancia, a los informativos convencionales y digitales, a las cámaras de visión nocturna, etc. Un muestrario de las posibilidades que existen para generar imágenes en movimiento… jugando con la calidad plástica de la imagen como es habitual en el cine de este director formado en Nueva York.
El resultado es un montaje escalonado, diseñado con tiralíneas, muy eficaz para dosificar la narración fílmica acrecentando progresivamente la tensión hasta alcanzar el clímax brutal en las imágenes finales, cuya capacidad de activación emotiva es tan alta que seguramente será difícil realizar una película comparable en este sentido, por supuesto, fuera de los productos “tipo Tarantino”, destinados al consumo de adolescentes.
En el núcleo de la historia encontramos la invariante relación entre Eros y Thanatos , en la vertiente más brutal , que, de nuevo, nos hace pensar en una secuencia de otra interesantísima película de Sam Peckinpah (La Cruz de Hierro. 1977), con un resultado comparable; tanto en la película de Brian de Palma como en la de Peckinpah, el pecado sexual será castigado con una pena atroz… que no se aplicará con equidad, porque los dioses castigan los pecados de lo algunos hombres con el Apocalipsis.
Si la comparamos con la realizada en 1989 por el propio Brian de Palma relatando un “incidente” comparable al de Samarra, pero en el escenario vietnamita (Casualities of War), constataremos lo mucho que han evolucionado las posibilidades visuales y, desde luego, la capacidad narrativa de un autor que, a causa de la actual, pasará a formar parte de los directores “polémicos”, con lo que ello implica para bien y para mal. Para mal, porque tal y como ya se advierte en ciertos ámbitos de expresión, B. De Palma ha cometido un pecado incompatible con los objetivos de la industria norteamericana, siempre condicionados al reforzamiento de los intereses políticos y militares definidos desde la presidencia de la República. Y para bien, porque para quienes estamos al margen de esos intereses, B. de Palma se ha hecho un importante hueco no sólo en el casillero de las películas antibelicistas, tan socorridas desde lo políticamente correcto en los ambientes progresistas, sino también en el de las grandes aportaciones cinematográficas.
Por encima de las valoraciones que podamos hacer los espectadores desde nuestras respectivas posturas ideológicas, Redacted es una obra de reflexión que no me parece de inclinación política clara (en el sentido de manipular los juicios políticos de los espectadores), a pesar de las reacciones ultramontanas que ha provocado. De hecho, las circunstancias políticas que rodean a la guerra de Irak quedan al margen para aplicar los objetivos de las cámaras a las circunstancias humanas, a las tragedias humanas que propician todas las guerras y, por supuesto, las guerras actuales. En ese sentido, tal vez por las concesiones a la brutalidad, la película me ha recordado el ambiente lúgubre y ceniciento de La piel (Liliana Cavani, 1981)…
En definitiva, una magnífica película que acaso se haya realizado demasiado pronto… o demasiado tarde.

martes, 11 de diciembre de 2007

Leones por corderos (Lions for lambs), Robert Redford, 2007


Es una película en la línea de lo que ha realizado hasta la fecha Robert Redford, por lo general, inclinado a escrutar las emociones del alma humana. Con la “excusa” de la guerra contra el “terrorismo islámico”, emplea el bisturí frente a cuatro personajes relacionados dos a dos mediante circunstancias más o menos periféricas: el joven deseoso de no perderse los acontecimientos de su época (recuerda personajes de la literatura decimonónica y a Pvt. Joker de La chaqueta metálica, con menos cinismo), el viejo profesor que inútilmente intenta emplear la experiencia para orientar a sus alumnos, la periodista enredada entre los condicionantes políticos y las circunstancias de los medios de comunicación, mucho más atentos a vender publicidad que a informar, y el “joven” político, enredado en unas contradicciones que ha hecho propias, como digno representante de la pos-posmodernidad más recalcitrante (a mi juicio, el personaje más complejo e interesante que "desaparece" demasiado pronto).
Gracias al mosaico argumental, la película no resulta tan pesada como suelen serlo las de este director, cuyo éxito depende decisivamente de la calidad de los guiones; en ésta se ha reservado el personaje menos brillante, especie de Rupert Cadell (La soga, 1948) desbordado por el empuje de los jóvenes, a su vez, deslumbrados por las ansias de vivir… aunque sea en negativo.
Lo más rompedor: el título, que fuerza en el espectador una relación indecorosa entre el ejército norteamericano y el alemán; pero lo hace con tanta debilidad que el hipotético contenido político se diluye entre brumas de pesimismo existencial.
Lo más negativo: continuando tradiciones muy arraigadas en Hollywood desde la guerra de Vietnam, el problema político apenas aparece más que como una circunstancia brumosa y externa, que no merece la pena afrontar salvo desde los intereses más directos de la praxis inmediata.
Dentro de las líneas de corrección propias de la industria norteamericana (guión más que aceptable, fotografía correcta, buena ambientación, etc.), destaca la elección de actores (el propio Robert Redford, Meryl Streep y Tom Cruise), como instrumento de garantía taquillera…
En definitiva, película que no ofende la inteligencia del espectador, concebida, sobre todo, para pasar un rato y para prolongar su naturaleza argumental… sin sacar los pies del tiesto, y para que nos hagamos una idea de por dónde se desenvuelven los sectores progresistas norteamericanos.