El Cine como forma expresiva y estética

miércoles, 27 de marzo de 2013

“EL GATOPARDO” O EL VALS DEL ADIÓS

Por Javier Mateo


Año 1860. En Italia se respiran vientos de cambio. A la lucha del país por conseguir su unificación se une el movimiento de lucha social liderado por Garibaldi. La bandera de la República Italiana se encuentra perfilándose.
Con este paisaje de fondo, el Antiguo Régimen observa cómo un poder ejercido durante siglos se viene abajo. Esta nueva era no supone solamente el fin de su soberanía, sino que además simboliza la caída de unos valores, de una cultura… en fin, de un modo de ver las cosas. Una etapa se cierra ante otra nueva que todavía está conformándose.
Giuseppe Tomasi di Lampedusa,  hijo de príncipes italianos, escribió la que sería su única novela entre 1954 y 1957. El autor llevó una vida como noble (tenía los títulos de “príncipe de Lampedusa” y  “duque de Palma di Montechiaro”) que debió inspirarle a la hora de describir a los personajes protagonistas de su obra. Lampedusa se reconocía como hombre solitario, más acostumbrado a vivir entre las cosas que entre las personas. Su reclusión le llevó a la lectura y al estudio, cultivando su pasión por la literatura. “El gatopardo” vió la luz póstumamente, en 1958. Llegó a manos de Giorgio Basanni, quien la publicó en la editorial Feltrinelli. Un año después recibió el Premio Strega, máximo galardón de la literatura italiana, llegando a publicarse hasta cincuenta ediciones y convirtiéndose en un auténtico best-seller. 

Giuseppe Tomasi di Lampedusa

En 1963, Luchino Visconti decidió llevar “El gatopardo al cine”. A diferencia de Lampedusa, la filosofía del cineasta fue en todo momento la de relacionarse con la gente para conocer sus inquietudes y reflejarlas en el celuloide. Él decía sentir la necesidad de “contar historias de hombres llenos de vida, de hombres que viven entre las cosas y no de las cosas por sí mismas”. De hecho, sus inicios en el neorralismo le granjearon críticas tanto en la etapa de Mussolini como en la otra posterior, democrática. Visconti compartía con Lampedusa sus orígenes nobles y su bagaje cultural (inevitablemente una cosa llevaba a la otra). Además, se había formado en el teatro, y esto le ayudó en gran parte a concebir las puestas en escena tan grandilocuentes de sus films más conocidos. Se llegó a decir que sus montajes teatrales (en buena parte operísticos) eran muy cinematográficos y que sus películas resultaban muy teatrales. El director afirmaba que no debían de desaprovecharse los conocimientos adquiridos en los diferentes campos; es más, que debían de aprovecharse para beneficio de las obras realizadas. Muchos criticaron su distanciamiento del cine de reivindicación social a partir de los años cincuenta, dedicándose a realizar filmes de grandes presupuestos y con una clara mirada hacia el pasado. No obstante, la mirada viscontiana perduró, aunque más centrada en esa mirada hacia la vieja nobleza europea. Ciertamente, su cine se había refinado, buscando grandes adaptaciones de clásicos de la literatura (de Thomas Mann realizó “Muerte en Venenecia” y trató de adaptar “La montaña mágica”, con Proust trabajó sobre “En busca del tiempo perdido”, de D´Annunzio escogió “El inocente”, de Dostoievski “Noches Blancas”…). Con otras películas como “El extranjero”, inspirada en la novela de Camus, retomó la problemática de sus primeras cintas como “Obsesión” (la cual es considerada como la mejor adaptación de “El cartero siempre llama dos veces”).


Luchino Visconti con Claudia Cardinale y Alain Delon durante un momento del rodaje
Para “El gatopardo”, Visconti se valió de la Twenty-Century Fox para llevar a cabo una producción italo-francesa. A pesar de que él había pensado en Laurence Olivier para el papel protagonista, fue Burt Lancaster quien finalmente acabaría interpretándolo. Gracias a esta película, el americano demostró su valía para interpretaciones alejadas de aquellas en las que sus capacidades físicas resultaban primordiales. Dejó de ser un actor para películas de saltimbanquis, cowboys o gángsters y convenció a la crítica en su pape de aristócrata italiano.
El reparto lo completaban figuras como Claudia Cardinale o Alain Delon. El film fue elegido como mejor película del año en el Festival de Cannes y llegó a  presentarse como una superproducción similar a “Lo que el viento se llevó”. En cierto sentido, las dos películas comparten cosas en común.
En “El gatopardo”, el príncipe de Salina Fabrizio Corbera y su familia ven amenazados su imperio en Sicilia. El movimiento impulsado por Garibaldi va cobrando fuerza y llega hasta la isla donde tienen su residencia. Ellos saben que no pueden evitar su fin, que éste llegará tarde o temprano. Lo único que pueden hacer es prolongarlo por un tiempo más, y para ello no dudan en aliarse con el “enemigo”. El propio sobrino, Tancredi Falconeri (interpretado por Delon), no duda en ir a luchar a las calles aunque después reniegue de los garibaldinos. Por otra parte, la clase media lucha por lograr los privilegios de aquella clase alta que pretenden derrocar.  En palabras del propio príncipe: “He hecho importantes descubrimientos políticos. ¿Sabéis lo que sucede en nuestro país? Nada en absoluto. Solo una inevitable sustitución de clases. La clase media no quiere destruirnos, solo desea ocupar nuestra posición de una manera suave, metiéndonos en los bolsillos unos millares de ducados. Y después dejarlo todo igual.” 


El famoso baile de "El gatopardo"

De ahí la famosa frase de la novela, repetida en la película: “Es preciso que todo cambie, para que todo quede como está”. La revolución de Garibaldi termina malográndose, pero a pesar de esto los burócratas hacen todo lo que está en su mano para continuar cambiando, a su modo, las cosas. La aristocracia se extingue para dar lugar a burgueses como Calogero Sedàra, el nuevo alcalde de Donnafugata, lugar adonde se traslada la familia Corbera huyendo de la invasión garibaldiana. Sedàra tiene una hija, Angélica (interpretada por Cardinale), de la cual acaba enamorándose Falconeri. Esto irrita todavía más a su tío, ya que su sobrino pensaba casarse con una de sus hijas. A pesar de todo, Fabrizio siente una gran estima por Tancredi, quizá porque éste le recuerda a sí mismo. Los dos saben que hay que ser buen amigo de todo el mundo para prosperar o simplemente mantenerse. Tener buenas relaciones con la religión y con la revolución al mismo tiempo. Contraer matrimonios que aseguren una buena dote y mantenerlos aunque puedan permitirse ciertos escarceos. El sacerdote que acompaña a la familia y que es cómplice de todas estas cosas, describe a su señor aludiendo a la aristocracia en general en estos términos: “No son fáciles de entender. Ellos viven siempre en un mundo aparte que no ha sido creado directamente por Dios sino por ellos mismos. Durante siglos y siglos de experiencias profundas, de alegrías, de afanes personales. Ellos se alteran por cosas que a vosotros y a mí nos importan un comino y que para ellos son vitales. No quiero decir con esto que los señores sean malos. Al contrario. Son diferentes. Ellos desprecian ciertas cosas que para nosotros son muy importantes y sienten miedo por otras que nosotros desconocemos. El príncipe Salina, por ejemplo. Para él sería un drama tener que renunciar al veraneo en Donnafugata, pero si alguien le pregunta lo que piensa de la revolución, dirá que no hay tal revolución y que todo seguirá como estaba”.   
Fabrizio representa, por ser uno de los últimos supervivientes de su estirpe, no solo un hombre, sino una mirada de varios siglos. Él es consciente de que este mundo en el que le va a tocar vivir ya no le pertenece y, por lo tanto, no puede sentirse identificado con él. Cuando un funcionario piamontés acude a su residencia con el fin de integrarlo en la nueva sociedad política con un puesto honorífico, el príncipe deniega la oferta justificándose con su lúcida visión personal: “Los sicilianos no harán nada por superarse porque se creen perfectos. Su vanidad es más poderosa que su miseria”. Aludiendo al león de su escudo familiar, aquel que da título a la novela, concluye con estas palabras: “Fuimos los gatos salvajes, los leones; los que nos sustituyan serán chacales, alimañas, y todos juntos, alimañas, chacales, leones, y gatos salvajes continuaremos creyéndonos la sal de la tierra”.


Burt Lancaster ante un cuadro bien significativo
El pesimismo del que hace gala y que aparentemente parece propio de quien vive en un mundo totalmente diferente y anacrónico, posee una fuerte carga de realismo que lo sitúa casi como don profético. Lampedusa, que se inspiró para el personaje en su bisabuelo Giulio IV di Lampedusa, al haber vivido hasta la mitad del siglo veinte, jugaba con ventaja a la hora de conformar este pensamiento visionario. La Italia de los cincuenta sería tal y como Fabrizio pronosticó. Él, cuyo patrimonio podía verse representado en todo aquel mobiliario abandonado en el palacio por el que juguetean Tancredi y Angélica: cuadros ennegrecidos de antepasados familiares, muebles carcomidos y cubiertos de polvo, libros históricos apilados en las esquinas… Todo aquello oculto en estancias deshabitadas, podía verse representado en aquellas otras cosas que, a pesar de no estar cubiertas de telarañas aparentemente, se veían abocadas a su desaparición: Las veladas con cenas y bailes pomposos multitudinarios, por ejemplo. El príncipe y su familia asisten a uno de estos actos, y en él Fabrizio es consciente de que tal vez ésta sea su última velada. Escapando del tumulto, llega hasta una biblioteca en la que cuelga un cuadro que representa la muerte del patriarca con toda su familia alrededor llorando su inevitable final. “Me pregunto si será así mi muerte. La ropa blanca menos impecable. Las sábanas de los que agonizan están siempre tan sucias… Y es de esperar que Carolina, Concetta y las demás muchachas irán vestidas de un modo más decente. Pero creo que, en conjunto, será igual”.
“El gatopardo” es un fresco decimonónico que se ha ganado a pulso pasar a la Historia del Cine. Su dirección sustentado en un sólido guión, su fotografía, su puesta en escena, su escenografía y vestuario… Y la música, del inmortal Nino Rota, que supo poner en práctica su teoría musical de que para componer hay que mirar siempre al pasado.
Aquí en España, “El gatopardo” tuvo una versión ibicenca: “Bearn o la sala de las muñecas” de Llorenç Villalonga, publicada en 1956 y adaptada magistralmente al cine por Jaime Chavarri en 1983.

domingo, 17 de marzo de 2013

“VIAGGIO IN ITALIA” O EL CINE COMO INTERPRETACIÓN DE LA REALIDAD


Por Javier Mateo


Podría decirse que el cine nunca nació puro, ni que tampoco inventó nada nuevo. Podría incluso asegurarse que el séptimo arte siempre ha tratado de ser reflejo o imitación del mundo. A pesar de esto, desde sus orígenes escogió diferentes vías para expresarse: tenemos el camino tomado por los Hermanos Lumière, por ejemplo. Con ellos nació la denominación de “cine documental”. Las imágenes en movimiento presentaban diferentes aspectos de la vida, “impresionaban” esa cotidianeidad con la que el público podía sentirse absolutamente identificado: un tren llegando a una estación, unos obreros saliendo de una fábrica… Luego estaba la visión de Meliès, el conocido como “mago” del cine. Sus películas se asociaban a los trucos de circo, a los efectos especiales, a los mundos fantásticos: Un viaje a la luna, una aparición fantasmagórica… Y luego llegó Griffith y, con él, el cine de ficción más asociado con lo novelístico, lo teatral o la recreación histórica: El asesinato de Lincoln, “las dos huerfanitas”… Lo que no puede negársele al cinematógrafo, a pesar de su originaria concepción como invento de explotación comercial, es esa poética que indudablemente ha tenido y tiene. El poder evocador de las imágenes tuvo una primera época bien fructífera con las películas mudas, que acaban convirtiendo en virtud esa necesidad que tenían los directores de contar historias encontrándose privados del sonido. Cineastas como Walter Ruttman o Sergei Eisenstein supieron alcanzar cotas máximas de expresión con los mínimos medios, proponiendo estéticas que, a pesar de ser silentes, hablaban de algún modo con sus particulares miradas.
Luego, con el advenimiento del cine sonoro, se creyó que esta poética había muerto. En cierto modo fue así: los textos de los guiones parecían ser más relevantes que las imágenes. Directores como Lubitsch, que venían del teatro, realizaban puestas en escena donde el libreto resultaba esencial, no siendo las imágenes más que el escenario donde representarlo.
Ese mundo romántico e idílico que presentaba el cine acabó viniéndose debajo de algún modo tras la Segunda Guerra Mundial. Adorno dijo que la poesía ya no era posible tras Auschwitz. De algún modo, la realidad del mundo se había impuesto sobre las historias irreales y frívolas que proponían los grandes estudios. Surgió entonces en Europa, concretamente en Italia, una generación de cineastas que trataron de reflejar esa realidad de posguerra en sus películas. El movimiento neorrealista encontró en directores como Rosellini la visualización de sus ideas. Sus frescos históricos “Roma, ciudad abierta”, “Camarada” y “Alemania, año cero”, mostraban las heridas que la propia humanidad se había infligido sobre sí misma. ¿Hacia dónde se dirigía el hombre? En la citada “Germania, anno zero”, el suicidio del niño Edmund al encontrarse desarmado de esperanzas ante un Berlín devastado por los bombardeos, conmovió a toda una generación de intelectuales. Otro cineasta italiano como Fellini, aunque en un principio denunció en sus películas ciertas realidades sociales (“Las noches de Cabiria”) acabó apartándose de ese mundo demasiado verdadero para acabar invocando sus propios recuerdos (recuerdos siempre confundidos por su propia imaginación). En “La Estrada”, los dos personajes principales, “Gelsomina” y “Zampanó” representan esos dos mundos entre los que se debatía su director: la fantasía y lo real.
Roberto Rosellini, a mi juicio teórico antes que cineasta, siempre defendió la realidad por encima de la ficción. No era el artista el que explicaba la realidad, el que la definía, sino más bien al revés: la realidad moldeaba a la ficción, dependiendo ésta de la otra. En sus películas siempre se advierte esa frescura del ojo fílmico que busca retratar los milagros cotidianos.



En “Viaggio in Italia” (traducida inexplicablemente al español como “Te querré siempre”- aún choca leer el título evidente y fácilmente traducible del italiano, mientras una voz española dice algo que sabemos que en realidad no pone en el texto que tenemos delante) esta propuesta roselliniana se hace todavía más evidente. Con un guión que partía de una sencilla idea propuesta por el novelista italiano Vitaliano Brancati (un texto que apenas ocupaba tres páginas), Rosellini decidió salir a la aventura, construir la película a medida que ésta se rodaba. Los protagonistas, un matrimonio a punto de resquebrajarse, era solo un punto más de acercamiento a una realidad sobre la que Rosellini quería investigar. Indudablemente, estos personajes tenían un peso autobiográfico, puesto que el matrimonio Roberto Rosellini-Ingrid Bergman se encontraba pasando por una profunda crisis. La sueca, que había participado en todas las películas de su marido desde que se conocieron, no debió de pasarlo muy bien encarnando a este personaje que no dejaba de ser un espejo de su propia situación personal.
¿Por qué esta película puede resultar tan compleja para el espectador? Digamos que porque en ella hay un trasfondo de realidad incómoda, un poso con el que el público se siente identificado, aunque le pese (mucho más identificado que como pudieron sentirse los espectadores que vieron aquella otra realidad de la llegada del tren de los Lumière). La fragilidad de las relaciones se encuentra extraordinariamente plasmada. Y es que hay un esfuerzo notable por parte del director en profundizar en el estado psicológico de esta pareja que navega sin rumbo, a punto de naufragar por unos momentos y, en otros, creyendo encontrar una isla en la que posar el ancla de su embarcación. Siempre, eso sí, navegando bajo un fuerte temporal. ¿Qué es lo que les propone Nápoles, lugar al que llegan desde Inglaterra? Una nueva cultura, un nuevo clima, una nueva forma de entender las cosas. La frialdad de los Joyces (así se llama el matrimonio) entra en contacto (o colisiona, más bien) con la vida italiana, mediterránea. La sensualidad, por ejemplo, se encuentra a flor de piel. Por todos lados surgen ejemplos: mujeres embarazadas por doquier, escenas de arrebatos de celos… Luego, también, está la presencia de la muerte (iglesias en las que imágenes religiosas comparten espacio con calaveras). 




Y, más allá de este mundo tan terrenal, también existen muestras de la presencia del poder de la Naturaleza, aunque quizás más simbólicas: las estatuas antiguas de los museos de Pompeya y Herculano, sin ir más lejos. Este Arte, contemplado por Catherine, ejerce una fuerza sobre ella que de alguna forma le perturba y sobrecoge. En sus propias palabras, aquellos hombres de esa época tenían mucho en común con los de ésta. “Lo que más me ha impresionado es el descaro con que lo muestran todo. Uno se siente incómodo.”


Pero, por encima de estas esculturas más o menos clásicas (realizadas bajo los cánones de belleza de los distintos momentos en que fueron concebidas), están aquellas otras que no son sino las estatuas más reales que se hayan podido concebir: me estoy refiriendo a aquellas que partieron de cuerpos reales, los cuerpos de las víctimas de la lava del Vesubio. Aquella pareja de cuerpos, aquellos dos amantes que murieron juntos cuando la ciudad de Pompeya fue arrasada hace miles de años. Esas dos personas bien podían ser las de nuestra historia, las del matrimonio británico. Esta visión acaba con los nervios del personaje de Ingrid Bergman, que le pide a su marido marcharse de allí.
Como en “Stromboli”, encontramos esta presencia de la Madre Gea. El volcán en constante ebullición, amenazando con entrar en erupción de un momento a otro.


Por último, la película invoca la poesía en ese personaje del que quizá estuvo enamorada tiempo atrás Catherine. La literatura considerada como una herramienta más con la que el individuo trata de comprender lo que sucede pero no se ve, lo inexplicable científicamente y de forma racional.
Esta Italia en la que se mueven los personajes les hace replantearse muchas cosas, provoca que sus cimientos comiencen a tambalearse. Cimientos que parecían sujetos sólidamente.
Durante mucho tiempo, Rosellini defendió que muchas de las situaciones del film se había producido fortuitamente. Por ejemplo, aquella en la que se descubren los cuerpos en las excavaciones de Pompeya. Al parecer, todo el equipo defendió siempre que el rodaje había coincidido con dicho hallazgo. No obstante, recientemente muchas de estas coincidencias fueron desmentidas en la película “La ciudad de los signos” de Samuel Alarcón. En ella se demuestra que aquellas “esculturas” fueron exhumadas a principios del siglo veinte, y que para el rodaje volvieron a ser enterradas. Otras escena clave, la se la procesión final, parece ser que también fue preparada (incluyendo el milagro del hombre que recupera la vista). Este “The End” Hollywoodiense en el que la pareja descubre que en realidad se quiere y todo vuelve a su cauce felizmente, no se encuentra tampoco exento de críticas. No obstante, todo acaba encajando de una manera magistral. Porque, más allá de escepticismos propios de esta era de desmitificaciones, el cine de Rosellini continúa poseyendo una fuerza que lo hace único y que hace que, incluso a día de hoy, se siga hablando de él. 

El gabinete del doctor Caligari (1920) y Nosferatu (1922)








sábado, 16 de marzo de 2013

Ennio Morricone se enfada con Tarantino

Según Europa Press:

Ennio Morricone, el octogenario compositor y artifice de parte de la banda sonora de Django desencadenado, ha declarado que no quiere volver a trabajar con el director Quentin Trantino por su "incoherencia" a la hora de colocar la música en sus films.

Morricone dio una clase maestra sobre música, televisión y cine en Universidad de Roma en la que se despachó a gusto con el director. Según recoge el medio americano The Hollywood Reporter, esta afición de Tarantino por distribuir la banda sonora sin lógica y los apretados plazos de entrega que tenía han sido las razones principales para romper las relaciones con Tarantino.
(...)
"No me gustaría volver a trabajar con él en nada" dijo el músico "Me comentó el año pasado que quería volver a trabajar conmigo después de Malditos bastardos, pero le dije que no podía porque no me había dado tiempo suficiente. Así que utilizó una canción que ya tenía escrita".
Continuando con su particular reproche al director de Pulp Fiction, Ennio Morricone ha señalado que trabajar con él es frustrante porque "coloca la música sin coherencia" y "no puedes hacer nada con alguien así".

Si lo dice Ennio Morricone...

martes, 12 de marzo de 2013

Cine soviético y nacionalsocialista a través de “El infierno blanco de Piz Palü”

Por Nacho Huerta 


Drama de 1929 codirigido por Georg W. Pabst y Arnold Fanck, con Leni Riefenstahl de actriz protagonista. “El Infierno blanco de PItz Palü” (“Die Weiße Hölle Vom Piz Palü”) puede ser una película paradigmática para entender la transición entre el cine épico soviético de los veinte y el documental-ficción de Leni Riefenstahl.
Las coincidencias fundamentales con el cine soviético son la concepción del montaje y la fotografía, con una clara preferencia por la imagen realista. Estas similitudes no son casuales ya que Alemania era el país que medía el éxito internacional de las primeras producciones bolcheviques. Un ejemplo es “El acorazado Potemkin” (1925), que pasó sin pena ni gloria por las salas rusas hasta que triunfó en la República de Weimar. 

De la noche de Petrogrado a la de Núremberg 


Las dos grandes películas soviéticas sobre la Revolución de Octubre (“El fin de San Petersburgo” -1927- y “Octubre” -1928- dirigidas por Vsévolod Pudovkin y Serguéi Eisenstein respectivamente) se rodaron en localizaciones reales. El intento de una recreación mimética de los hechos de 1917 unido a las prisas por acabar las dos películas antes del aniversario de la revolución rusa, llevó a un cierto descuido de las instalaciones prestadas que provocó diversos daños materiales. Según cuenta Pudovkin, “yo destrocé una noche parte de la barandilla del techo, y me asusté pues pensé que podía traerme alguna consecuencia, pero, por suerte, esa misma noche Serguéi Mijáilovich rompió 200 ventanas en los dormitorios privados”.
Anécdotas aparte, "Octubre" y "El fin de San Petersburgo" comparten una apuesta clara por producir imágenes fieles de la toma del palacio. Las limitaciones horarias sumadas a un afán documentalista hicieron que fueran frecuentes las partes rodadas en noche cerrada. En ambos largometrajes  las hogueras y el humo de los fusiles cumplen una función expresiva, generando una impresión realista de la atmósfera bélica. 
De modo similar, en la película de Pabst y Fanck tenemos una secuencia nocturna de esquiadores desfilando con bengalas. A diferencia del montaje frenético de “Octubre”, la marcha por las montañas se plasma en tomas más largas con el uso de panorámicas.  
Años después, las secuencias nocturnas de “El triunfo de la Voluntad” (1934) también reflejan este interés por una imagen documental de fuertes contrastes lumínicos que recuerda en gran medida a las tomas de Piz Palü. La diferencia fundamental, en especial de las soviéticas, está en el ritmo.
Una vez ya en la era del sonoro, Riefenstahl apuesta por una mayor duración de los planos con movimientos más lentos de cámara, utilizando un variado conjunto de travellings. 

1) Toma del palacio de Invierno en “Octubre” de Eisenstein.
2) Desfile de esquiadores en “El infierno blanco de Pitz Palü” de Pabst-Fang.
3) Plano de soldados en “El fin de San Petersburgo” de Pudovkin.
4) Secuencia nocturna de “El triunfo de la voluntad” de Riefenstahl.

Otra secuencia similar a la de “El infierno blanco” la tenemos en “Olympia” (1938) con más matices en la iluminación de los que vemos en las imágenes documentales de “El triunfo de la voluntad”.

El tipaz


La representación de personas “reales” es una de las características diferenciadoras del cine mudo soviético. Rostros creíbles sin excesos de maquillaje e interpretación. La apuesta radical fue llevada a cabo por Eisenstein, muchos de cuyos personajes no eran actores de oficio. Pudovkin y Pabst-Fanck coincidieron en el rechazo del artificio en la interpretación y de los ambientes hasta cierto punto, sin sacrificar los personajes individuales por el protagonismo colectivo. En poco o nada se parece este tipo de cine al del denominado “expresionismo” alemán.



Secuencia de “El infierno blanco en Pitz Palü” donde vemos los rostros “reales”, el montaje soviético y el desfile nocturno de los esquiadores.

El montaje psicológico


En el contexto de la película de Fanck y Pabst, Eisenstein ya había desarrollado sus planteamientos más radicales sobre el uso narrativo del montaje. La asociación artificial de imágenes es el montaje dialéctico llevado hasta sus últimas consecuencias: de la colisión de dos imágenes independientes y completamente ajenas en tiempo, lugar y tema, surge un concepto superior. Pudovkin también desarrolla el montaje paralelo de dos imágenes distanciadas en tiempo y lugar sin llegar a las complejas asociaciones “intelectuales” del primero.
Más en la onda de Pudovkin, “El infierno blanco de Piz Palü” alterna el prosaico encadenamiento de sucesos con dosis puntuales de poética visual. Un ejemplo de ello tiene lugar al principio de la película cuando, tras la muerte de la esposa del protagonista (El Dr. Johannes Krafft caracterizado por Gustav Diessl), vemos una metáfora del duelo en la compaginación de un primer plano Dr. Krafft con otro de una estalactita que gotea las “lágrimas” del mismo protagonista.
Desde D.W.Griffith el montaje es un medio para representar determinados estados psicológicos sin tener que recurrir a una interpretación forzada del actor. Además, la película de Pabst y Fanck contiene referencias al psicoanálisis previas a la imaginación de Luis Buñuel y Alfred Hitchcock:

El Dr. Krafft idealiza a Maria Maioni (Leni Riefenstahl) identificándola con su esposa muerta.

El film reúne muchas más similitudes con el cine de “guión de hierro” de Pudovkin, pero contiene otros elementos ajenos totalmente al gran cine mudo soviético, en especial el tono melodramático. Del fondo musical de la versión que he visto poco puedo decir, el largometraje fue restaurado en 1997 y desconozco si se mantuvo la partitura original de Willy Schmidt-Gentner (la película doblada en inglés tiene otro fondo musical).
Otro parecido entre “El infierno blanco” y el cine posterior de Riefenstahl es la estética sublime de las montañas alpinas, con secuencias rodadas desde un avión.
En el seminario podríamos sacar más jugo a esta película…



"LA COMEDIA DE LA VIDA": DE BRECHT Y WEILL A PABST


Por Javier Mateo






En 1879, vio la luz “Woyzeck”, una obra teatral escrita cuarenta y dos años antes por Georg Büchner. El autor falleció a causa del tifus con veinticuatro años, dejando su pieza inacabada. Curiosamente, la familia decidió destruir gran parte de lo que él escribió porque pensaban que sus propios trabajos podían desprestigiar su memoria. Büchner, de ideas absolutamente revolucionarias, seguramente era consciente de que lo que se encontraba tramando iba a causar un gran impacto social si alguna vez veía la luz. “Woyzeck” se adelantó a su tiempo, proponiendo una modernidad teatral que podía relacionarse con lo que después se conocería como teatro expresionista e, incluso, del absurdo. Sus personajes, influidos por los antecedentes de la revolución francesa y el romanticismo, hablaban no de una clase social concreta y privilegiada, sino de un concepto más universal de “persona”. Büchner se preocupó por reflejar la situación de una clase desfavorecida y despreciada y, si retrató a una clase privilegiada, fue para dejarla por los suelos. Además, introduce la psicología del protagonista de su obra (el cuál padece de esquizofrenia) para impregnar con ella toda la historia. Él es el motor que da sentido a todo. Él, un “antihéroe”. Las diferentes puestas en escenas que se han llevado a cabo sobre esta pieza, han tratado siempre de reflejar la psicología del personaje de Woyzeck, pudiendo definirse como oscuras y mugrientas.
Esta visión estética y literaria influyó de forma decisiva en aquellos autores que pretendían renovar la vieja idea de “teatro”, tan influida por un texto pesado que se comía el resto de elementos de la escena. Con las vanguardias del siglo veinte, trató de sacarse el máximo provecho al cuerpo del actor, despojándolo así de las vestiduras que encorsetaban su interpretación. Un teatro de la gestualidad, influido evidentemente por la atmósfera que le rodeaba, esto es, por la escenografía. Movimientos como la “Bauhaus” o el constructivismo ruso, con autores como Meyerhold, supieron darle una vuelta de tuerca al asunto.
En los años veinte, un compositor alemán de repertorio clásico llamado Kurt Weill quedó fascinado con los textos de un poeta y dramaturgo llamado Bertolt Brecht. Por aquel entonces, Weill estaba tratando de desviar el rumbo musical que hasta entonces le había caracterizado para probar a hacer unas obras más cercanas al público general. No quería recluir su repertorio a aquellos auditorios a los que siempre acudía el mismo tipo de gente. Deseaba ampliar el abanico de su público, llegar allí donde antes le habría resultado imposible. Por ello, se puso en contacto con Brecht y, juntos, comenzaron a trabajar en la concepción de obras teatrales con contenido musical. El teatro de Brecht era un teatro político. El autor buscaba remover al espectador en su butaca con sus propuestas. Los personajes, a su vez, buscaban distanciarse del público (que éste no sintiese empatía hacia ellos). Lo que importaba era aquello que ellos proponían, las historias que contaban. Pero no solo se trataba de romper la verosimilitud de la ficción de esta forma: constantemente se introducían elementos que hacían salirse al espectador de la representación, dando lugar a que cualquier sentimiento provocado por la dramaturgia desapareciera: las voces de los personajes resultaban forzadas, excesivamente sobreactuadas. La música había dejado de ser “seria” para convertir a la orquesta en una banda de music-hall o de cabaret (incluyendo, a su vez, al organillo como elemento eminentemente popular). No nos olvidemos del contexto histórico: los “locos años veinte” habían conseguido exportarse de Estados Unidos, llegando a lugares como Berlín. La fiebre de la diversión, de la despreocupación, en suma, de la frivolidad, había calado en las costumbres sociales. Gran parte de Occidente se había convertido en una fiesta.


Las obras de Weill y Brecht acabaron convirtiéndose en auténticos éxitos. De entre todas ellas, “Die Dreigroschenoper” (traducida de diferentes modos dependiendo del tipo de moneda del lugar en el que nos encontremos, por ejemplo, “La ópera de los cuatro cuartos”, de los “tres centavos” o “de los tres peniques”) fue la que más éxito alcanzó. Los personajes que la poblaban pertenecían a aquellos barrios bajos que siempre existieron aunque trataran de ocultarse por parte de las autoridades: criminales y prostitutas aparecen contando terribles historias a un público cada vez más democratizado. La letra de estas canciones era todo menos insustancial: el contenido de indiscutible carga social golpeaba como un puño a quien lo escuchaba. No obstante, la causa de que estas canciones se popularizaran se encontraba, no tanto en el texto, como en la música. Y esto es trabajo de Weill.


Brecht fue un gran adaptador, y algunos llegaron a decir incluso que “robaba con mucho estilo”. “Die Dreigroschenoper” parte de la ópera de baladas del siglo XVIII inglés “La ópera del mendigo” de John Gay. La adaptación pudo llevarse a cabo gracias a la novia y secretaria de Brecht, Elisabeth Hauptmann, la cual debido a su conocimiento de la lengua inglesa, pudo traducir la obra al alemán. Brecht, cuyas obras se habrían visto muy influidas por el ambiente pesimista de posguerra, encontró en esta cínica ópera inglesa una buena oportunidad de contar su visión del mundo actual. Lo primero que hizo fue renovar la crítica original de la obra: dicha crítica, iba dirigida a la aristocracia, ya que por entonces no existía la burguesía. Brecht, por tanto, se dirige a esta clase social. Además, modifica personajes e introduce nuevas canciones.
“Die Dreigroschenoper” acabó jugando en contra de un Brecht cada vez más comunista. Muchas de las críticas hablaban de que su obra había dejado de ser un instrumento de reivindicación política para convertirse en un gran espectáculo de masas. Ante esto, Brecht reescribió la obra tratando de hacer más claro su mensaje.
Georg Wilhelm Pabst estuvo en una de las primeras representaciones de la obra y encontró en ella posibilidades de adaptación cinematográfica. Había ido ese día al teatro con quien después sería el productor de su película, al cual debió convencer desde el minuto uno para llevar a cabo su empresa.
Ya en los años treinta, comenzó a prepararse la materialización del proyecto: Brecht se encargaría de escribir el guión y Weill opinaría acerca de la adaptación musical. Pronto surgieron los primeros problemas: Brecht llevó a juicio a los responsables de la película porque pensaba que la obra no se ajustaba al libreto de su ópera. El veredicto le negó la razón. Brecht no entendió que lo que la película quería adaptar era la versión teatral primera, aquella que todavía no había sido revisada por la nueva visión revolucionaria que su autor ahora tenía.


Por otra parte, el filme resultó un fracaso de taquilla, y esto puede deberse a dos razones: la primera, que la adaptación no era fiel a la obra teatral. La segunda, que la época en la que se realizó ya no era la de los locos años veinte, sino la de la gran depresión alemana: mucha gente se había quedado sin trabajo y el partido nacional socialista se encontraba cada vez ganando más fuerza en el terreno político.
En cuanto a la adaptación, hay que decir en su favor que toda película que quiera ser fiel reflejo de una obra literaria fracasará en su intento. La mirada cinematográfica debe de resultar una mirada nueva, una obra aparte respecto de aquella en la que se inspira. Pabst sabía traducir la literatura a imágenes, de hecho se había curtido en este aspecto durante su etapa muda. El cine “expresaba” con sus medios, aportaba nuevas herramientas para la comprensión del espectador. “La comedia de la vida” (título que se dio en España a su “Die Dreigroschenoper”) es un gran acierto de adaptación. A pesar de que el cincuenta por ciento de la música original no aparece y la otra restante se emplea de forma un tanto extraña, la propia mujer de Weill, Lotte Lenya (la cual había cantado las canciones de su marido en las distintas representaciones teatrales y, en este film, interpretó un papel en la película) se deshizo en elogios hacia ella, exponiendo como uno de los argumentos de mayor peso que se había considerado una de las diez mejores películas del año.
En cuanto al guión, podría decirse que se repartió entre tres textos: el original de la obra teatral, el guión oficial adaptado y aquel otro propuesto por Brecht. Durante el rodaje, se eliminaron y propusieron cosas nuevas, por lo que la obra estuvo viva hasta el final, no dándose por cerrada en ningún momento y mostrándose abierta a cualquier modificación.
Una de las cosas más curiosas del tratamiento es que dichos personajes de extracción baja (concretamente el de Mackie Navaja) abandonan su posición original para subir en el escalafón social. Esto permite que el espectador no los vea como unos seres inhumanos, capaces de cualquier cosa, y se identifique con ellos. De alguna forma, ellos, que están en la sombra, son los que controlan lo que sucede hasta en las más altas instancias. Mackie, por ejemplo, es el jefe de los rateros y mantiene una amistad inquebrantable con el jefe de la policía, Tiger Brown. Peachum, el “rey de los mendigos”, consigue que todos los pobres de Londres trabajen para él: a cambio de unas monedas, les suministra una apariencia con la que inspirar compasión a los transeúntes a los que piden “la voluntad”. El final de la obra, en la que los personajes deciden aliarse para “robar legalmente” comprando un banco donde trabajar, resulta un mensaje político bien claro. A Brecht se le achacó también su desconocimiento de la clase proletaria, tan afincado como vivía en un ambiente bohemio. Su fuerte personalidad, digna de los genios pero también de los egocéntricos, provocó que mucha de la gente con la que trabajó acabara enemistándose con él. El propio Weill acabó rompiendo su relación laboral con él, ya que la personal resultaba insostenible.  
La película, además, mantiene su compromiso con la estética expresionista germana que la obra de Brecht ya poseía. En ella encontramos reminiscencias pictóricas de Kirchner, Dix o Groze. Los personajes son herederos de esa mirada que sería denominada por los nazis como “degenerada”. Al llegar al poder, Hitler prohibió la película, así como las obras de Brecht (a pesar de que se sabe que uno de los regalos que se le hizo al führer fue precisamente esta película de Pabst, además de otras entre las que había algunas de Lang- se conoce incluso que el propio Hitler, que también prohibió la música de Mahler, tenía entre los discos de su colección muchas obras de este compositor).


“La comedia de la vida” pudo volver a verse en Alemania en los años cincuenta. En esta misma época, la ópera de Brecht y Weill había causado furor en Estados Unidos, a pesar de que los autores de la misma habían desconfiado de que ésta se entendiese fuera de Alemania. Aquí en España, mucho tiempo después, Brecht fue reconocido gracias a Fernando Fernán Gómez, que era un gran admirador del alemán. Sus canciones fueron interpretadas por la mismísima Massiel.
En los años noventa, Woody Allen realizó “Sombras y niebla”, una película que trataba de recrear la atmósfera del cine expresionista, y en la que utilizó como banda sonora la música de “Die Dreigroschenoper”. 
En la actualidad, Ute Lemper ha logrado, resucitando de sus cenizas a cantantes como Marlene Dietrich, redescubrir la música desenfadada de esta época.
Quizá en el momento en el que nos está tocando vivir, el mensaje de Brecht tenga más vigencia que nunca. No tanto en sus planteamientos concretos, que son hijos de su tiempo, como en su esencia. En su mirada crítica y demoledora hacia un sistema que siempre parece agonizar, aunque nunca termine de recibir la estocada final.

miércoles, 6 de marzo de 2013

“TIEFLAND” Y ALREDEDORES


Por Javier Mateo

Nota a modo de prólogo

Con motivo del inicio del Seminario de Cine 2013, en el cual se tratarán aspectos del cine alemán de entreguerras (y su relación o influencia con el momento político histórico en el que fueron realizadas), presento este análisis sobre el film de Leni Riefenstahl “Tiefland”. Dicho texto no es sino una miscelánea de aquello que ha sido debatido en las clases que hasta el momento han tenido lugar. He tratado de recopilar los diferentes apuntes que los compañeros han ofrecido y que, a mi juicio, resultan de interés a la hora de estudiar la película, ayudando a situarla además en su contexto concreto.



Análisis

En 1934, una joven cineasta novel alemana comenzó a preparar una película que llevaría por título “Tiefland”. Dicho film estaba inspirado en una ópera  de Eugen d'Albert  de mismo título. El libreto corrió a cargo de Rudolf Lotear, quien a su vez partió de la obra teatral “Tierra baja” (“Terra baixa”) de Ángel Guimerá. Este español, canario de nacimiento aunque catalán de corazón (ya se sabe que “no se es de donde se nace sino de donde se pace”), fue uno de los dramaturgos más importantes de su generación, y sus obras alcanzaron un gran éxito debido a la elección de los temas, eminentemente populares. “Tierras bajas” puede considerarse uno de sus grandes éxitos, junto a otros títulos no menos importantes como “Maria Rosa”, “Mar y cielo” o “la reina joven”. De todos ellos se realizaron adaptaciones cinematográficas en el país, llevadas a cabo por directores catalanes. “Tierra baja” tuvo una primera adaptación al cinematógrafo en 1907. Su autor fue Fructuoso Gelabert, uno de nuestros pioneros (además de un incansable investigador y patentador de inventos relacionados con el séptimo arte). Tanta fue la fama alcanzada por Guimerá, que estuvo a punto de lograr el Nobel. No obstante, el premio fue a parar a José Echegaray (otro de los dramaturgos más importantes del momento y, curiosamente, quien tradujo al español “Terra baixa”). Al parecer, en España no interesaba que se eligiera como ganador a un “catalán” (y más si éste se encontraba metido en política).



No obstante, de “Tierra baja” se conocen siete adaptaciones fílmicas, entre las que destacamos las realizadas en países tan diversos como Estados Unidos, Argentina, o Méjico. En Alemania, además de la versión de Riefenstahl, existe otra anterior de 1922.
Para llevar a cabo la escritura teatral, su autor trató de ser lo más realista posible a la hora de describir personajes y situaciones (de hecho, anotó al comienzo de la obra la importancia de aproximarse a la jerga de la región en la que se ambientaba, pidiendo a la hora de la interpretación que se forzasen algunas palabras del texto que él se había encargado de escribir correctamente). Ésta parte de la obra fue la que más se ignoró a la hora de adaptarse en el extranjero, por razones obvias. Además de la ópera de d´Albert, “Tierras baja” había sido previamente musicalizada por Fernande Leborne. Dicha ópera llevó por título “La catalane”.
Como dato curioso, resaltar que Eugen d´Albert era escocés pero se nacionalizó germano. De hecho, renegó de la cultura inglesa y se definió como un auténtico germanófilo. Su muerte, acaecida en 1932, nos dejó sin saber si, tras la Segunda Guerra Mundial, hubiera podido cambiar de parecer.
Pero volvamos a la Riefenstahl. Esta berlinesa, deportista nata, bailarina (dichas facetas las supo aprovechar a la perfección en sus films) y amante del cine, ya había hecho sus pinitos como actriz y había debutado al otro lado de la cámara con el film “La luz azul” (“Das Blaue Licht”). Como compañeros y maestros, había tenido a su lado a cineastas como Arnold Fanck o Walter Frentz. Su paisaje favorito eran las montañas, montañas a ser posible nevadas, sobre las que demostrar sus habilidades físicas.
“Tiefland” mantiene este paisaje como fondo, tratando de sacar de él el máximo partido (Riefenstahl sabía en qué momento rodar para obtener efectos atmosféricos sublimes). El libreto del que parte (el cual ya había sido modificado en diversas cuestiones a partir de las adaptaciones operísticas) parece adaptarse a la visión que tenían los alemanes de la Naturaleza. Si bien “Tierras bajas” ya poseía el componente rousseauiano de “el buen salvaje” (es decir, el que es bueno originariamente y no ha sido contaminado por la sociedad), podemos añadir a esta mirada ingenua las referencias estéticas de los románticos, el pensamiento zaratustriano obra de Nietzsche e, incluso, alguna referencia como la del personaje de “Orfeo”. En España, encontramos la tradición teatral de la égloga, donde los pastores cantan la felicidad de su vida (e incluso se presentan como grandes conocedores de la cultura, cosa que no sucede en el caso tratado por Guimerá). Por aquel entonces, la Alemania de Hitler ya había comenzado a hacerse presente. En 1933, con el documental “informativo” “El judío errante”, se presentaba la vida de los judíos en la Alemania nazi. Aportando una serie de razones a través de las cuales se les acababa definiendo negativamente, el film concluía con la teoría de que dicha raza no podía ser buena porque no “amaba a los animales”. Los hitlerianos eran defensores a ultranza de todo lo relativo a la naturaleza. Friedrich, el pintor del diecinueve, hablaba de la Naturaleza como ese modelo del que el ser humano se valía para concebir su arte, a diferencia de muchos otros que defendían que era el arte lo que dignificaba a la Naturaleza. Albert Speer, arquitecto oficial del III Reich, entendía que sus construcciones debían de ir convirtiéndose en ruinas a medida que se iban deteriorando. Es decir, que su erosión provocaba que cada vez más se integrasen con la Naturaleza.



“Pedro”, el pastor protagonista de “Tierras bajas” y “Tiefland” es un hombre bueno y puro. Su espíritu, al no entrar en contacto con la sociedad, continuaba siendo un ejemplo a seguir por parte de la especie humana. Viviendo en los montes (esto es, en las tierras altas) evitaba entrar en contacto con ese mundo depravado por el propio hombre (las tierras bajas). En este punto, rescatamos “Así habló Zaratustra” para marcar una nueva diferencia con respecto a los antecedentes en los que se pudo basar Riefenstahl para concebir su obra magna. El personaje ficticio ideado por Nietzsche decía vivir en la Naturaleza, sí, pero al lado del águila y de la serpiente. Su naturaleza no era, ni mucho menos, ingenua.
¿Qué visión tenía Riefenstahl de España? O, mejor dicho, ¿qué visión quería tener Riefenstahl de España? La historia de Guimerá jugaba a su favor. “Tierras bajas”, como otras obras de autores coetáneos como Benavente o los Quintero, poseía el elemento dramático de las injusticias a las que se veían sometidas las gentes de clase inferior. No obstante, los teatros a los que asistían las clases altas buscaban precisamente como entretenimiento estas duras historias, que siempre rozaban la tragedia, porque encontraban en sus protagonistas a personajes exóticos, seres sobre los que construir todo un espectáculo. El melodrama del teatro había logrado engullir todo posible realismo. El tópico se manejaba alegremente y de él podíamos obtener diversas historias: “La mujer que deja en un hospicio al hijo que ha tenido de un hombre que la ha abandonado, el duelo a navaja entre dos campesinos que luchan por un amor femenino, el castigo al que es sometido por la sociedad una mujer por cometer adulterio, el bandido honrado que huye de la ley… etcétera, etcétera.



Riefenstahl supo utilizar las imágenes para contarnos uno de los asuntos principales de la historia: A Sebastián, el gran terrateniente que tiene esclavizados a los campesinos que trabajan en sus tierras, lo equipara con ese lobo que amenaza al rebaño de ovejas. Pedro se personifica como el justiciero que, lo mismo que es capaz de enfrentarse al lobo, lo es para encararse con el hombre que hace de las “tierras bajas” un infierno.
Al abuso de poder por parte de Sebastián se añade el hecho de que éste se enamore del personaje de María y la convierta en su amante, sin renunciar a la esposa con la que se va a casar por intereses económicos. ¿Y cómo consigue mantener la relación con las dos mujeres ante los ojos del resto de la sociedad? Pues casando a María con Pedro, y viéndose con ella a escondidas. Pedro se convierte, entonces, en el objeto de burla del resto de las personas que le rodean. No obstante, María acabará enamorándose de él (porque es quien verdaderamente la trata bien) y éste se enfrentará con Sebastián para defender a la mujer a quien quiere.    
El “Pedro” de Guimerá es el hombre bueno que representa esa raza pura y sin mancha que en el cine alemán tanto interesaba describir, colaborando de este modo con los postulados teóricos que el nazismo se encontraba elaborando.
En este sentido cabe destacar, como ejemplo de obra comprometida contemporánea a la de Guimerá y con argumento parecido, aquella de Vicente Blasco Ibáñez titulada “La bodega”. En este caso, un señorito andaluz dueño de una serie de fincas, se enamora de una muchacha que trabaja en ellas, no importándole arrebatársela a su novio.
El trabajo de Riefenstahl, por documentarse a la hora de ambientar la historia en España, resulta encomiable. No obstante, para un español es inevitable encontrar elementos que desestabilicen su percepción. Tan complicado puede resultar para un director tratar de ambientar un film en un país que le es ajeno, como para alguien que sí es de ese país pero que tiene que trasladar su película mucho tiempo atrás, en una época que él no ha vivido.



Referencias: El pueblo de “Tiefland” es heredero de escenografías para óperas ambientadas en España cuyos autores, desde el compositor hasta el diseñador de figurines, son extranjeros. Baste recordar títulos como “Carmen” o “El barbero de Sevilla”. Parte de esta desfiguración a favor de lo exótico la tuvieron los propios españoles. Durante mucho tiempo, en España se preocuparon por recrearse en el folclore a la hora de realizar sus propias historias. Incluso algunas películas de esta época (años treinta), realizadas por españoles en estudios alemanes, tratan de adaptar las óperas antes citadas sin miedo a extraditarse a la hora de crear una Iberia de cartón piedra. El fin no era otro que el de configurar una leyenda mítica que, sin saberlo, estaba jugando en su contra. Sobra decir que las adaptaciones acabaron siendo muy especiales (véase la adaptación de la ópera de Bizet, “Carmen, la de Triana”, llevada a cabo por Florián Rey, o la de Rossini, “El barbero de Sevilla”, por Benito Perojo. Buñuel, de hecho, había acuñado el término de “perojismo” para atacar a las españoladas).
Podemos asistir, en cuanto a recreación de escenarios, a una amalgama de estilos de múltiples regiones encajados en un solo bloque, como si se tratase de cerámica gaudiana: arquitectura típica andaluza, castellana, del norte (e incluso alguna un tanto indefinible) en un solo escenario, en un mismo pueblo.
El vestuario de “Tiefland” tiene como influencia reconocida al propio Goya. No obstante, a mi juicio, la indumentaria “goyesca” parece limitarse más bien a los personajes de rango elevado que habitan el castillo (entre otros, el personaje “antagonista”, de quien podemos decir que la denominación de “señor feudal” le viene al pelo). Para los habitantes del pueblo, podemos remitirnos a las pinturas de Zuloaga o Sorolla (de este último, los lienzos que realizó para la Hispanic Society, como forma de dar a conocer la cultura española en el extranjero). La ambientación musical procede casi en su totalidad de la obra magna de Albéniz, “Iberia”.



Los actores que representaban esa clase baja, eran en su mayoría de raza gitana, utilizados como extras para después llevarlos a los distintos campos de concentración alemanes (lo mismo sucedió en rodajes como en la “Carmen la de Triana” antes mencionada).
Otro dato que no pasará desapercibido al espectador, será el del empleo de palabras españolas por parte de los protagonistas, solo de vez en cuando. ¡Qué extraño ver a personas que, de estar hablando en alemán todo el tiempo, de repente sueltan un “¡caramba!” que resulta, cuanto menos, chocante!
El personaje de Marta, una extraña zíngara que vive de ir en su carromato pueblo por pueblo para bailar en las tabernas, lo interpreta la propia Riefenstahl. En una de las escenas de la película, se dispone a bailar ante la concurrencia. Su baile, con pretensiones flamencas, acaba resultando, cuanto menos, contenido. Esta danza que ejecuta no deja de recordar a las coreografías de influencia grecolatina tan vistosas en sus filmes de las Olimpiadas. Y es que ella pertenecía más a ese mundo, a esa estética. La fotogenia de la Riefenstahl disminuye en este tipo de situaciones… lo que nos hace preguntarnos qué necesidad había de que ella misma interpretase el papel.
El film comenzaría a rodarse en los años cuarenta, debido a que el régimen le pidió llevar a cabo la “Trilogía de Núremberg” (“Der Sieg des Glaubens”, “Triumph des Willens” y  “Tag der Freiheit: Unsere Wehrmacht”) que le haría famosa y que le ocupó una gran parte de su tiempo. Después, llegaría la guerra. Por fin, “Tiefland” quedaría acabada en 1954. Y cuando digo “acabada”, me refiero en todos los sentidos. Riefenstahl sería estigmatizada por el resto del mundo debido a su “colaboración” con el nazismo. A nadie le interesaba ya su película. Tras el conflicto bélico ¿quién quería oír hablar de esa visión idílica y romántica del mundo?
La alemana acabaría yéndose a África para dedicarse a otra de sus aficiones: la fotografía. Allí, encontraría a pueblos de nativos que retratar. Después, se dedicaría al submarinismo… Y poco más que contar. Riefenstahl moriría en el 2003, un año después de haber realizado su última película: “Impressionen unter Wasser”. Durante sus más de cien años siempre demostró un espíritu atlético a prueba de bombas. De ella se reconoció, más pronto que tarde, la influencia que supuso su cine documental a la hora de la búsqueda de nuevas miradas audiovisuales. Ella supo como nadie transmitir con sus imágenes esa fascinación que tantos alemanes sentían por su führer, por esa tierra prometida de la que tanto les había hablado, de esa “germania” reluciente que acabó haciendo aguas. El cien de Riefenstahl es, ante todo, un cine histórico, un cine arqueológico que hoy en día continúa suscitando el interés de muchos curiosos. Un cine a tener en cuenta.

martes, 5 de marzo de 2013

Leni Riefenstahl - Una vida de luces y sombras (1993)

Por Nacho Huerta

Documental de 1993 sobre Leni Riefenstahl. En pleno "fin de la historia" y en un momento delicado para las ideologías con mayúsculas, Leni analiza sus experiencias cinematográficas al tiempo que rehúye cualquier compromiso con su pasado nazi: