El Cine como forma expresiva y estética

miércoles, 30 de enero de 2008

No es país para viejos, Hermanos Coen, 2007

Dicen que es un western moderno... Pues sería un western un poco raro... que me ha recordado, para bien y para mal, "Touch of Evil" (Welles, 1958).
A mí me ha parecido una interesante película de cazadores, en la que a Javier Bardem acaso le hayan dado el papel de su vida, un siniestro personaje adornado de peculiares valores morales y aún más peculiar concepto de la existencia, concediendo un margen importante a la aleatoriedad, a laFortuna, casi en sentido homérico. Y no sé si ello será bueno o malo para sus intereses como actor, porque acaso se vea encasillado en una iconografía comparable a la de Boris Karloff. ¿Actor de reparto? En una película "coral", es difícil hablar de un protagonista. Tommy Lee Jones corre con la interpretación de un personaje sobre el que se apoya decivamente la idea argumental, pero aparece durante pocos minutos en la pantalla.
A Bardem le proporcionaron el papel más espectacular y vistoso. El ritmo de la película está construido apoyándose en su capacidad para generar inquietud, gracias a unos atributos perfectamente calculados: la mirada, fria, la dicción gutural, las inflexiones irregulares... y, sobre todo, el peinado; el peinado podría pasar a la historia del maquillaje junto con el sombrero y la pestaña postiza de Alex ("La naranja mecánica") como otra fórmula magistral para materializar la depravación absoluta.
Buen ritmo narrativo, aceptable fotografía, buen montaje. Lo mejor: los "toques" de humor negro. El guión... Tiene momentos magníficos junto con otros ultra-reiterativos; el tratamiento de la violencia es irregular... No tiene los "baches" de aquella de Orson Welles, pero, francamente, no, no creo que esté a la altura de "El hombre que nunca estuvo allí" o de "Fargo", pero acaso sirva para acreditar "la vuelta al buen camino" de unos realizadores que definen una de las líneas creativas más interesantes del cine norteamericano.

lunes, 21 de enero de 2008

Rashomon, Akira Kurosawa, 1950

Al comienzo de la década de los cincuenta, cuando en Hollywood estaban a punto de estallar las cargas de profundidad propiciadas por el choque entre las ideologías progresistas de los creadores y las pretensiones conservadores del establishment, cuando en la cartelera coincidían películas “escapistas” o generadoras de una “historia mítica” copiada de la Ilíada o de la Odisea y protagonizadas por John Wayne, y otras menos grandilocuentes, pero en todo caso, polarizadas por el enfrentamiento entre el Bien y el Mal, la industria cinematográfica japonesa renacía del silencio dictado por las autoridades norteamericanas con propuestas ajenas a los tics occidentales...
La película que triunfó en Venecia y Hollywood (mejor película extranjera) y divulgó el nombre de Kurosawa en Occidente, aún en tiempos de férrea censura norteamericana, surgió de la “fusión elaborada” de dos relatos de Ryunosuke Akutagawa, escritor japonés de principios del siglo XX: “Rashomon” y “En el bosque”. Y hablo de “fusión elaborada”, porque, en realidad, Kusosawa (firmó el guión con Shinobu Hashimoto) estructuró el relato tomando lo que le interesó de cada uno de ellos, rectificando algunas partes, de acuerdo con sus intenciones o con sus estrategias creativas. De hecho, el relato que da título a la película y las partes correspondientes de ésta apenas se parecen en los aspectos más genéricos. El Rashomon de Ryunosuke Akutagawa es un breve cuento apocalíptico de 1915 en el que podemos leer:
“(...) En los últimos dos o tres años la ciudad de Kyoto había sufrido una larga serie de calamidades: terremotos, tifones, incendios y carestías la habían llevado a una completa desolación. Dicen los antiguos textos que la gente llegó a destruir las imágenes budistas y otros objetos del culto, y esos trozos de madera, laqueada y adornada con hojas de oro y plata, se vendían en las calles como leña. Ante semejante situación, resultaba natural que nadie se ocupara de restaurar Rashômon. Aprovechando la devastación de las edificaciones, los zorros y otros animales instalaron sus madrigueras entre las ruinas; por su parte ladrones y malhechores no lo desdeñaron como refugio, hasta que finalmente se lo vio convertido en depósito de cadáveres anónimos. Nadie se acercaba por los alrededores al anochecer, más que nada por su aspecto sombrío y desolado”.
En ese ambiente, un hombre encuentra a una anciana con una ocupación sorprendente: arranca los cabellos a los cadáveres para ganarse la vida; la anciana se justifica argumentando que no hace ningún daño a los cadáveres... El hombre, poniendo de su lado la pérdida de valores morales que supone la actitud de la anciana, decide despojarla de todo lo que posee y la anciana queda desnuda entre los cadáveres...
En la película dicha situación es sustituida por la imagen de un templo en ruinas, dentro del cual se defienden de la lluvia tres hombres: un monje budista, un leñador y un tercer personaje de extracción social baja, sin duda, inspirado en el personaje original de Akutagawa, que acredita gran sentido práctico y, en cierto modo, hace pensar en Sancho Panza. En la conversación de los tres hombres se desgranan ideas pesimistas mucho más matizadas que en el original. Comentan que desde la puerta se ven cadáveres por doquier, que cada año suceden desgracias, que el templo está destruido, que están a punto de perder la confianza en el género humano... Todo ello en un lenguaje visual algo lento (específicamente japonés) pero extremadamente depurado, con una amplísima gama de grises, y tomas que reflejan fuerte dependencia de las fórmulas de Sergei Einsenstein, tanto en la concepción iconográfica (primeros planos) como en el montaje. Y mientras persiste la lluvia, magníficamente fotografiada, comienzan a comentar el incidente del segundo relato (En el bosque).
Kurosawa suaviza el primer relato, pero mantiene el título, aunque, en realidad, la película habla, sobre todo, de lo recogido en el segundo: “En el bosque”. Al elegir “Rashomon” como título, parece obvio que el director japonés “condiciona” al espectador para que tenga muy presente la “historia medieval” de Akutagawa y, sobre todo, el ambiente definido por éste: una ciudad destruida, cubierta de cadáveres, en la que sus moradores se han visto obligados a prescindir de todos sus valores morales (culturales) para sobrevivir. Si tenemos en cuenta que la película fue realizada cinco años después de la destrucción de Hiroshima (6 de agosto de 1945) y Nagasaki (9 de agosto de 1945), obtendremos los componentes de una “receta” que nos conducirá al plato preparado por Kurosawa, que deberemos degustar en un contexto perfectamente definido por la derrota militar japonesa y la “tutela” de la administración norteamericana.
Nos hallamos ante un cine que, siguiendo las tradiciones cinematográficas japonesas, está concebido no como un simple entretenimiento, sino en sintonía con otras formas de expresión creativa (teatro tradicional y moderno, literatura, etc.), y se dirige a un público de cierta formación cultural... Y en aquellos años, la preocupación general de los creadores de cultura japoneses era precisamente lo que, implícitamente, encontramos en la película: el futuro de una tradición amenazada por la incertidumbre; el futuro de una cultura que los norteamericanos pretendían reconducir en un proceso de convergencia polarizado por su propia idea de “democracia”. De hecho, en aquellos primeros años, el cine japonés estaba obligado a rehuir cualquier guión que reivindicara las tradiciones “imperiales”.
Pero la película no se queda en una reflexión abstracta sobre la crisis cultural, porque su parte modular ofrece al espectador una situación comparable a la ha de asumir un juez al enfrentarse a un delito. De hecho, se ha llegado a decir que es una película que “trata” sobre la “esencia” de la justicia: se ofrece al espectador un hecho contemplado desde la perspectiva que permiten los testimonios de la policía y los testigos; dicho de otro modo, Kurosawa, al igual que hiciera Akutagawa, convierte al espectador en juez de un sumario aparentemente sencillo: la muerte de un hombre y la violación de su esposa, aparentemente, a manos de un salteador famoso.
Y por la pantalla, transformada en una paleta de juegos de luz y sombra, infinitamente matizados para dar complejidad y énfasis visual al paisaje, van desgranándose los diferentes testimonios... El primero en hablar es el leñador, que como en el relato original, nos informa del hallazgo de varios objetos femeninos y del cadáver con una herida de catana. Kurosawa describe la situación mediante planos general y medios dominados por un fortísimo dinamismo (la cámara se mueve por el bosque casi como si la transportara un elefante curioso e inteligente) y por un control magistral de la luminosidad.
Los siguientes testimonios, casi idénticos en la película y en el relato, pertenecen al monje, que aporta unas pocas reflexiones sobre la naturaleza humana, y a un policía, que describe las circunstancias de la detención; todo ello, generando un caudal informativo sobre el que se construye el ritmo narrativo, desacostumbradamente fluido... tratándose de una película japonesa.
La primera diferencia importante surge con el cuarto testimonio, inexistente en la película, perteneciente a la madre de la mujer violada. Gracias a ella conocemos quién era el fallecido: un samurái de la ciudad de Kokufu, en la provincia de Wakasa; se llamaba Takejiro Kanazawa, tenía 26 años y, según su juicio, era buena persona...
A continuación (tanto en la película como en el relato) habla Tajumaru, el ladrón, interpretado por Toshiro Mifune, con los matices histriónicos propios de estos años, sumamente próximos a las máscaras de teatro tradicional japonés, y reconoce haber matado al samurái, en unos términos mucho más críticos en el texto literario que en la obra de Kurosawa. Concretamente, Kurosawa elimina un alegato que podría interpretarse como descalificación radical de las instituciones judiciales:
“De todos modos, para poseer a la mujer había que eliminar al hombre. Pero le aclaro, señor, que yo mato con katana, y no como ustedes, que matan con el poder, con el dinero, hasta con el pretexto de hacer un favor. Es cierto que no derraman sangre y sus víctimas siguen viviendo; pero así y todo son muertos, sombras de vivos. Si medimos los alcances del delito, es muy difícil fijar quién es más criminal, yo o ustedes. [Sonríe con ironía].“
Tajumaru explica en ambos relatos que pudo engañar al hombre apoyándose en la natural tendencia a la codicia de todos los humanos... Asimismo, en ambos casos la mujer pelea hasta que es vencida. Consumada la violación, que en la película se describe con matices no demasiado brutales (tras unos minutos de pelea, la mujer abraza con fuerza al ladrón), la mujer plantea un problema de honor (prestigio), tal y como ello se concebía en la sociedad japonesa tradicional:
“Ella se aferró a mis brazos con desesperación, y patéticamente, con palabras entrecortadas, me gritó que uno de nosotros, su marido o yo, tenía que morir; si no, ella misma moriría antes que soportar el dolor y la vergüenza de saber vivos a los dos hombres que la habían poseído. Dijo más: que sería de aquel que sobreviviera. Al oír estas palabras, el deseo de matar al hombre me ofuscó”.
Tajumaru desata a Takejiro, pelea con él y lo mata; pero en ese momento la mujer ha desaparecido.
El siguiente testimonio pertenece a la mujer y con él aparece otra diferencia importante entre el relato y la película. En la película declara que Tajumaru se burló de su marido después de poseerla y que éste la miraba con actitud fría e inexpresiva (“como si ya no estuviera”) (plano “teatral” de las manos para taparse la cara); con el cuchillo, le corta les ligaduras y le pide que la de muerte. El hombre permanece inmóvil (Kurosawa nos muestra su rostro entre sombras); la mujer pierde el conocimiento y cuando lo recupera, encuentra al hombre con el cuchillo clavado en el pecho.
En el relato, la situación es diferente: El silencio del samurái estaba forzado por la voluntad de Tajumaru:
“Al escucharme, movió apenas los labios. Con la boca llena de hojas, no podía articular palabra. Sin embargo, con sólo mirarle adiviné su voluntad. Con profundo desprecio me decía:" Matadme". Sin poderme dominar, enloquecida, Clavé la daga en su pecho, a través del kimono de color lila. Volví a desvanecerme. Cuando tiempo después me recobré, mi marido había muerto”.
Y acaba:
“En fin yo, que maté a mi esposo, que fui violada por un bandido,¿ qué debo hacer?¿ Qué es lo que yo... yo...?[ Estalla de pronto en violentos sollozos]”.
En un giro que, de nuevo, nos remite a elementos de la tradición cultural japonesa, tanto la película como el relato nos ofrecen la versión del cadáver... a través de una médium. El muerto se muestra resentido, desea la desgracia de quien le mató... Explica que el ladrón, después de poseer a la mujer, le habló intentado convencerla para que se fuera con él. Y advirtió que la mujer miró a Tajumaru con embeleso y arrebatadoramente bella y decidió marcharse con él, no sin antes pedirle que matara a su esposo. Ante este giro en la actitud de la mujer, el ladrón arrojó la mujer al suelo y dijo al samurái que decidiera él sobre la suerete de su esposa... Ante ese gesto de “nobleza”, el samurái perdona al ladrón... La esposa huye, Tajumaru libera al samurái y se marcha. Una vez solo, el samurái se suicida con el cuchillo de su esposa...
Lógicamente, la diferencia entre película y relato surge de la combinación de estas dos últimas versiones (mujer y cadáver). La novela abre la posibilidad de una muerte “por piedad” a manos de la mujer, que en la película no existe, porque la mujer no reconoce haber sido ella quien lo mató: al recuperar el sentido, lo encontró muerto. Así, pues, se abren varias posibilidades, a las que debemos añadir las inducidas por las posibles inexactitudes o mentiras de los distintos testimonios.
En este punto de la película se podría ofrecer una reflexión provisional... que serviría (con los matices mencionados) también para la novela... Hay quien ha dicho que este relato esta es una reflexión sobre “la verdad”... Creo que Kurosawa se planteaba, ante todo, la complejidad humana y la dificultad de conocer la verdad mediante los testimonios de los hombres, siempre condicionados por los intereses propios y, en especial, por mantener su prestigio social. Y en ese sentido, recordando lo mencionado sobre la deformación de Rashomon, permite deducir que, ante todo, la película es una reflexión sobre la paradoja que se establece entre el orden social, desde el que surge la idea de “prestigio”, y el fundamento de ese orden: la justicia, porque “prestigio” y “justicia” son cualidades incompatibles.
El ladrón, condicionado por su “fama”, necesita hacer prevalecer las cualidades que le prestan notoriedad: el valor, la fuerza, el descaro, la carencia de límites y moral... según los patrones asumidos por los más débiles. El samurái necesita, a su vez, conservar la imagen que le corresponde, aunque para ello deba pagar con la vida. Y lo mismo sucede con la joven esposa, que debe proyectar hacia los demás la imagen de quien sabe permanecer fiel a los principios de una mujer recta... Y todos ellos mentirán o manipularán sus relatos de acuerdo con esos objetivos prioritarios, incluso, aunque se expresen después de muertos...
Sin embargo, en la película de Kurosawa se añade un último testimonio, que matiza un poco más la “realidad de lo sucedido” y modifica substancialmente las intenciones de Akutagawa. El último testimonio del leñador, que podríamos tomar como la descripción de un testigo “frío”, sin condicionantes personales, al menos, en relación al homicidio. Del contexto mencionado en la película, podría deducirse que el leñador no quiso mencionar lo que había visto para que no le relacionaran con la desaparición del cuchillo (tanto en el cuento como en la película, el muerto manifiesta que le extrajeron el cuchillo de la herida).
Según esta descripción “fría”, Tajumaru pide perdón a la mujer después de haberla poseído; le ruega que se case con él, pero ella replica que no puede decidir “Qué puede decidir una mujer”. Tajumaru libera a su marido y ambos se encuentran ante el dilema de jugarse la vida en una pelea o parecer mezquinos. Sin embargo, el esposo dice que no se jugará la vida por una mujer que ha mostrado su vergüenza. Ninguno de los dos desea pelear por ella. La mujer se irrita y les jalea para que se enfrenten; les acusa de ser ignorantes y les hace notar que los hombres deben pelear por conseguir a las mujeres. A regañadientes, comienzan una extraña pelea, dominada por la cobardía de ambos, que rehúyen los embates hasta que, por fin, tras unos segundos de gran tensión, entre los temblores de ambos, Tajumaru arroja la espada contra su oponente y lo mata; a continuación, persigue a la mujer pero ésta consigue escapar...
Por desgracia, esta versión tampoco encajaría con la declaración del finado... y estaría condicionada por la “necesidad” de insistir en que el samurái fue muerto con una espada, no con el cuchillo de la mujer...
En definitiva, no podemos otorgar credibilidad absoluta a ninguna de las versiones, porque hasta el mundo de los muertos estaría condicionado por por el imperio de la mentira o, si se prefiere, de las interpretaciones dictadas por la conveniencia. Todos mienten... “Un demonio que vivía en Rashomon se fue porque tenía miedo de los hombres”.
Acaso por dulcificar un planteamiento excesivamente negativo, Kurosawa recupera “la idea” del relato “Rashomon”, para ofrecer un desenlace menos acibarado. El asunto de la anciana que vive de arrancar los cabellos de los cadáveres es sustituido por una anécdota algo más “ligera”. Los tres personajes que se refugian de la lluvia en las ruinas del templo oyen el llanto de un bebé; el personaje “práctico” llega junto al niño y se apodera de las ropas que lo envuelven; y justifica la acción manifestando que, en tiempos de crisis generalizada, el egoísmo es un instrumento fundamental de supervivencia... El leñador, por su parte, se acerca al niño y lo toma en sus brazos con la intención de integrarlo en su familia. En suma, en tiempos de crisis, a pesar de sus debilidades (parece ser que el leñador ha robado la daga) el leñador propugna la recuperación de los valores morales... tal y como reconoce el monje budista, que aplaude la acción.

domingo, 13 de enero de 2008

Viridiana, Buñuel, 1961

Creo que es, a pesar de todo y de todos —a favor de todo y de todos—, una de las mejores comedias de la historia del cine español y, desde luego, la mejor película de Buñuel... Quien conozca las circunstancias de su rodaje y el embrollo político que engendró seguramente ya estará sonriendo en sintonía perfecta con un juicio, que para quien haya visto la película con escasa información, parecería incomprensible. ¿Viridiana, una comedia? Una película que empieza con las debilidades inconfesables de un hombre maduro, que en un arrebato “casi-místico” decide suicidarse... ¿qué tiene de comedia? Y lo curioso del caso es que si contemplamos la película con cuidado, resulta que la socarronería carpetovetónica de Buñuel está presente en todos y cada uno de los planos, pero sobre todo, en los de apariencia más dramática. Cuando don Jaime toma papel y pluma para redactar la nota de “últimas voluntades” deja escapar una sonrisa, que nos induce a pensar en un suicido concebido como resorte activador del mecanismo que, inexorablemente, conducirá a la satisfacción de sus deseos... Y de ese modo, incluso el suicidio reaparece como un hecho “cómico”, profundamente cómico. Por no hablar de los argumentos económicos de la superiora para que Viridiana acuda junto a don Jaime antes de profesar, con una recomendación final que permite muchas lecturas: “Procure ser afectuosa con él” —le dice.
Y a continuación, casi sin solución de continuidad, introduce el malévolo y enrevesado comentario de la niña sobre el saltador (“se salta mejor porque tiene mango”), que materializará una de las acotaciones argumentales de la película sobre la naturaleza humana: el “instrumento” de juego se convertirá en “instrumento” de muerte. En este caso... humor negro y desvergonzado, claro está, pero humor al fin y al cabo. Si se tratara de otro director, acaso cabría imaginar que el detalle de la cuerda y la niña sólo era una “circunstancia desafortunada”, pero es que en la misma película, la niña aparece contando a su madre que ha soñado con un toro negro y cuando se resuelve la trama, arroja los “símbolos de la pasión” al fuego... En definitiva, la niña es un recurso de "concentración significante" que se orienta hacia la vitalidad no contaminada por los componentes deformadores y represivos de la moral católica...
La siguiente “broma” aparece cuando Viridiana intenta ordeñar una vaca y Buñuel convierte la situación (trivial) en una secuencia turbadora de manifiesta intencionalidad sexual.
Minutos después Viridiana se levanta sonámbula y vestida con ropa de cama, arroja al fuego labores femeninas (ovillos de lana) y recoge ceniza de la chimenea que deposita sobre la cama de don Jaime... Según el propio Buñuel, Viridiana estaría aludiendo a un texto bíblico (Sabiduría, 15,1 a 15,11), que cabría interpretar como condenación del progreso cultural:
«Pero tú, Dios nuestro, tú eres bueno, fiel, lento para enojarte, y gobiernas todas las cosas con misericordia. Aunque pecáramos, siempre seríamos tuyos, porque conocemos tu poder, pero no. pecaremos, sabiendo que te pertenecemos. Conocerte, en efecto, es justicia perfecta, reconocer tu poder es la raíz de la inmortalidad. No, las invenciones engañosas del hombre no nos han extraviado, ni las obras de los pintores, esas figuras embadurnadas de colores diversos, cuya vista despierta pasiones en los insensatos, hasta que se dejan captar por la forma sin vida de una imagen muerta. Realmente los fabricantes de ídolos, y los que les sirven o los adoran, son gentes amantes del mal y merecen no tener otras esperanzas que ésas. Aquí tienen al alfarero que trabajosamente moldea el barro blando para formar todos los objetos que usamos. Con la misma greda forma los utensilios destinados a usos nobles como a los usos contrarios, todo por igual; pero cuál de esos dos usos le tocará a cada uno, lo decide el alfarero. Después —afán muy mal empleado—, con la misma greda moldea una divinidad falsa, él que ayer no más nació de la tierra y que dentro de poco volverá a la tierra de que fue sacado, cuando le pidan que devuelva su alma. Sin embargo; no se preocupa por la muerte próxima, ni por la brevedad de su vida. Lejos de eso, rivaliza con los fundidores de oro y plata, imita a los que trabajan el bronce, pone su gloria en moldear ídolos. Su corazón es cenizas, su esperanza es más vil que el polvo, su vida más miserable que la greda, porque desconoce al que lo formó y le infundió un alma capaz de actuar y le inspiró un espíritu de vida».
Naturalmente, frente a esa explicación que nos remite al universo de los valores asumidos por la personalidad de Viridiana dada su actitud religiosa (superego), la secuencia de las cenizas también podría ser interpretada de un modo mucho más prosaico (id): Viridiana recuerda a su tío que no “le aceptará” en su cama porque es viejo y está a punto de morir.
La secuencia de las “perversiones” de don Jaime, el deseo que le infunde una mujer joven y hermosa, sirve a Buñuel para ofrecer al espectador un conflicto entre la religión y la cultura, la vida y la muerte, la juventud y la vejez, entre el superego y el id.
Y para enriquecer la carga significante aún más, el propio Buñuel se introduce en la primera parte de la película (que culmina con la muerte de don Jaime), porque como también él mismo manifestó, la “perversión” de don Jaime procedía de una fantasía erótica juvenil suya: hubiera deseado narcotizar a la reina de España (Victoria Eugenia, la esposa de Alfonso XIII) y hacer el amor con ella.
Se ha discutido mucho si Buñuel, como Tarkovsky, utiliza “símbolos” o referencias de otro tipo... Si empleamos el término “símbolo” en el sentido clásico (representación de una realidad mediante “algo” que no guarda relación formal con ella pero que se “comprende” gracias a los convencionalismos sociales), es obvio que Buñuel emplea símbolos en sus películas: tal es el carácter, por ejemplo, de la corona de espina, el crucifijo, etc. Sin embargo su universo representativo llega mucho más allá. La secuencia mencionada de Viridiana sonámbula colocando ceniza en la cama de don Jaime no creo que se pueda integrar en esa categoría, sencillamente porque es difícil relacionarla con un pasaje concreto del Libro de la Sabiduría. Algo parecido sucede con algunos elementos de las películas de Tarkovsky: para una persona no familiarizada con el cine de este director será difícil “entender” lo que implica la aparición del agua en casi todas sus películas (“fluido vital natural”, “sangre de la tierra”). No, no creo que se pueda hablar de “símbolos”, sino de “referencias cultas” (metalenguaje) concebidas para conectar con las personas integradas en un grupo ideológico y de formación afín; lo venía haciendo desde que realizó Un Perro Andaluz. Entenderlo de otro modo puede dar lugar a situaciones tan chuscas como la protagonizada por el propio Tarkovsky cuando, hechos públicos sus juicios positivos sobre el cine de Buñuel, a quien consideraba “su hermano”, se encontró con Tristana...
«Hoy he visto una película muy mala de Buñuel -no recuerdo el nombre; ah, sí: Tristana-, acerca de una mujer a la que han amputado una pierna y que, de vez en cuando, sueña con una campana en la que la cabeza de su marido ocupa el lugar del badajo. Increíblemente vulgar. De vez en cuando, Buñuel se permite lapsos como éste». (Diario de Tarkovsky, 18 de septiembre de 1970)
Los “puntazos” de humor negro seguirán apareciendo con el desarrollo de la historia, con tintes diferentes inducidos por la personalidad de Jorge, el hombre joven lleno de vida que se pone al frente de la hacienda de su padre. Las alusiones “cómicas” se apoyarán, con frecuencia, en las actitudes de los mendigos, permanentemente en los límites del surrealismo. Buñuel emplea “tipos” que ya utilizado en otras películas para acotar los hechos de acuerdo con sus peculiaridades personales. Tal es el caso, por ejemplo, del ciego, que matiza de acuerdo con las fobias que, al parecer, le producían las personas con ese defecto. Y otro tanto se puede decir del “enfermo”, que toman por leproso, de la tullida, la “guitarrera”...
También es destacable el momento en el que Jorge encuentra un crucifico de su padre, que oculta una navaja... o la anécdota del perro carretero, que compra a su dueño para liberarlo de la tortura, sin tomar en consideración que todos los perros carreteros tienen el mismo destino y que sería imposible resolver esa “injusticia”.
Pero lo más ácido e irónico aparece en su objetivo argumental más importante: poner de manifiesto el anacronismo de ciertos remanentes arcaicos de la sociedad española y, entre ellos, la mendicidad y, sobre todo, todo lo relacionado con la pervivencia de una religiosidad incompatible, según su juicio, con el mundo desarrollado .
Nos presenta a un mendigo que también es pintor... o un pintor que es mendigo, un anciano retorcido, un ciego hipócrita y perverso, un mendigo enfermo carente de moral... Buñuel entendía que la estratificación social corrompe a todos y que quienes menos recursos tienen para defenderse de la corrupción moral eran, precisamente los pobres, que, por otra parte, componían el único sector social más necesitado de los servicios caritativos de la Iglesia. Tanto necesitan los pobres de la Iglesia (como reguladora moral y promotora de la caridad) como la Iglesia de los pobres: sin pobres se perdería su función social...
Con ellos organiza una emulación del Ángelus de Millet, en otra de las secuencias más impactantes de la película, concebida con montaje “eisensteniano”, en la que contraponen “dialécticamente” la quietud de las oraciones hipócritas de los marginales con el dinamismo de los trabajadores que, bajo la dirección de Jorge, están reformando la casa solariega... que podemos interpretar como un microcosmos significativo de la situación española.
Pero la secuencia más brillante en ese sentido de “comedia negra” es la archifamosa “fotografía” que compone Buñuel con todos los mendigos emulando la composición de Leonardo da Vinci, bajo la dirección del ciego, que ocupa la posición de Jesucristo. También en este caso es difícil captar el alcance de la ironía de Buñuel, en especial, al forzar la relación entre Jesucristo y el ciego. Si no conociéramos su personalidad, cabría imaginar que Buñuel deseaba plantear la pasividad de Jesucristo consintiendo la existencia de la maldad; conociéndola, le emulación del cuadro de Leonardo da Vinci aparece como un sarcasmo brutal, porque se identifica a Jesucristo con un personaje inteligente, perverso, que no se somete a ninguna norma moral... muy próximo al personaje homónimo de El Lazarillo de Tormes.
El desenlace de la “fiesta”, en una transgresión brutal del “orden natural”, se podría interpretar como la penúltima “broma”: los pobres y desvalidos, que hasta entonces habían aparecido como personas piadosas para conservar su situación privilegiada, se vuelven contra la mano que les alimentaba... Por fortuna, quien en la película representa el “orden burgués” (Jorge) consigue resolver la situación aprovechándose, precisamente, de la incuria moral de los marginales... ¿Se estaba refiriendo a cómo le hubiera gustado que hubiera finalizado la Guerra Civil?
Y por fin, debemos recordar la famosa anécdota con la censura franquista que puso broche de oro a una obra “redonda”. Buñuel pretendía acabar la película con Viridiana llamando a la puerta del dormitorio de Jorge, que luego abría para cerrar por dentro; los censores rechazaron un final tan explícito y para resolver la situación, Buñuel propuso al funcionario de turno acabar con una partida de cartas entre los tres personales... Así nació la secuencia más hilarante del cine español: la partida de cartas entre Jorge, Viridiana y Ramona, quintaesencia de la familia tradicional española, reconvertida en relación liberal por mor de una modernidad que superaba los límites determinados por las clases sociales. Para cuando el gobierno franquista quiso reaccionar, la película ya estaba camino de Cannes, donde obtuvo la Palma de Oro. Al día siguiente de la concesión del premio L’Observatore Romano se escandalizaba públicamente preguntándose cómo era posible que la “católica España” hubiera presentado una obra “tan blasfema”.
Buñuel, que con esta película pretendía poner fin al exilio, continuaba con los asuntos que le habían preocupado durante los años anteriores, muy próximos a los que habían estado exponiendo los sectores liberales españoles desde mediados del siglo XIX. La dependencia de Buñuel es tan grande de esos modelos, que esta película casi parece construida sobre un relato de Galdós, tal y como hizo pocos años después con Tristana (1970) para recuperar casi los mismos problemas: la pervivencia de hábitos señoriales arcaicos y anquilosados, el peso social anacrónico del clero, fomentando el parasitismo, etc. Para muchas personas del sector progresista, España había entrado en el siglo XX conservando buena parte de las estructuras sociales de la Edad Media (sin revolución burguesa), entre otras razones, por el excesivo peso que se había adjudicado a la Institución eclesiástica desde que se empleó como un instrumento de control político (Inquisición). Y todo ello desde un planteamiento personal idealista pero al margen de la “Idea” consagrada por la tradición cristiana, que él mismo describía en claves surrealistas: “Soy ateo, gracias a Dios”.
Es probable que la exposición contundente de estas ideas produjera un shock brutal a Tarkovsky que, hasta ese momento, no habría comprendido los matices irónicos de Buñuel. Ambos hablaban de lo mismo, en efecto, pero mientras Tarkovsky propugnaba la recuperación de la tradición idealista, en contraposición al materialismo marxista, Buñuel aplicaba una crítica descarnada y radical a la pervivencia del idealismo en el seno de la Iglesia Católica.

viernes, 11 de enero de 2008

El conformista, Bertolucci, 1970

De nuevo el problema de las relaciones entre cine y narrativa... Bernardo Bertolucci, apenas cumplidos los 30 años, afronta la realización de la película que, sobre todo por la estructura de montaje, lo consagraría como uno de los cineastas más importantes de una generación anómala, integrada por directores que, habiendo nacido en años relativamente alejados, hicieron sus obras a partir del fin de la Segunda Guerra Mundial [Visconti (1906-1976), Fellini (1920-1993), Pasolini (1922-1975), Bertolucci (1940- )] con planteamientos estéticos e ideológicos comparables y, por supuesto, profundamente personales.
El conformista es la segunda película que hace con Vittorio Storaro, su “colaborador” en las obras de mayor calidad visual. En ésta domina un refinamiento estético comparable al de El último emperador, empleando ambientes infinitamente más sencillos. No obstante, para el rodaje de la película se emplearon escenarios muy adecuados para conocer las escenografías declamatorias de Mussolini, que aún encontramos en el EUR romano y en ciudades como Roma (Avenida de la Conciliación con la plaza de San Pedro, Avenida de los Foros imperiales), Rimini, Spoleto, etc.
Bertolucci parte de un relato original de Alberto Moravia, escrito en 1951, que modifica de acuerdo con sus intereses estéticos e ideológicos. Y acaso para aproximarse a esos intereses y para completar la comprensión de lo que encierra la película, merezca la pena resaltar las diferencias más significativas empleadas por ambos autores para construir sus respectivos argumentos.
La situación básica del relato enfrenta a Marcello (funcionario policial del estado Fascista) con el profesor Quadri, militante antifascista que ha emigrado a París. Marcello es un personaje de escasa vitalidad, preocupado, austero, melancólico, a quien los demás consideran “buena persona”, acaso por no creerlo estúpido (más estúpido en la novela que en la película). El profesor Quadri es inteligente, a pesar de su edad, vitalista, amable, persuasivo, amante de la buena mesa, el vino y las mujeres.
Marcello Clerici aparece descrito en la novela como una personalidad “anómala” desde la infancia, cuando manifiesta tendencias sádicas y es insultado por sus compañeros como “Marcella”. En la película sólo se alude a la infancia de Marcello para describir el incidente con Lino, sensiblemente reducido y matizado en la dirección que conviene a su planteamiento ideológico. Para Moravia las “razones primeras” que explican los sucesos protagonizados por Marcello derivan de cierta fatalidad y de un perfil personal algo distanciado de los valores morales asumidos por sus compañeros.
Para Bertolucci, las “anomalías” de Marcello derivan del trauma ocasionado por la relación accidentada con Lino (Lino es un homosexual que intentó sodomizar a Marcello, cuando era niño, pero que, supuestamente, murió accidentalmente por un disparo de éste)...



Ciegos, locos y enfermos.

En el relato de Moravia no aparece el amigo ciego, al que delatará públicamente al final de la película, que le sirve para trasladar al espectador que sólo quien no puede ver puede aceptar un sistema político como el propugnado por Mussolini. El novelista categoriza al fascismo en el pasaje del manicomio, cuando presenta al padre de Marcello como un enajenado que se cree ministro de Asuntos Exteriores, interesado en declarar la guerra y obsesionado con dos palabras: matanza y melancolía. En la película queda muy matizada la “locura” del anciano, en sintonía con los planteamientos psicoanalíticos defendidos en los años 70 por los sectores progresistas italianos, según los cuales, el término “locura” no era sino un convencionalismo empleado para ocultar carencias sociales (Laing, Cooper). Según ese punto de vista la sociedad debía arbitrar fórmulas para resolver las circunstancias inducidas por las personalidades anómalas en lugar de procede a encerrarlas en manicomios. En la película parece que el padre de Marcello se ha refugiado en el manicomio para escapar de su esposa y se conserva la referencia de Moravia con una escenografía directamente inspirada en las fórmulas arquitectónicas de Mussolini.
Casi al final de la película, Bertolucci recupera la idea de la ceguera cuando Marcello comunica a su compañero (Manganiello) que ha tenido un sueño en que se quedaba ciego, le operaba el señor Quadri y salía de la clínica en compañía de Anna (la esposa de Quadri).
Para el Marcello literario, su objetivo fundamental es “ser normal”, “recuperar la normalidad”, que cree haber perdido tras el homicidio de Lino. Para ser “normal”, acepta los ritos católicos aunque no es creyente; para ser “normal” se suma con fervor al movimiento fascista... Para el Marcello cinematográfico, los objetivos son mucho más difusos... Según dice el alto funcionario, se es fascista por miedo, por dinero... son muy pocos quienes creen en el fascismo.





La cuestión sexual.
La cuestión sexual acota la diferencia fundamental entre el relato de Moravia y el de Bertolucci, sin duda condicionada por los veinte años que separan la publicación de la novela de la realización de la película. Bertolucci parte de Freud y de las ideas “clásicas” que sobre la sexualidad habían arraigado en los ambientes marxistas desde que Engels publicó El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado. Para éste la familia “tradicional” estaba determinada por el desarrollo de las sociedades en la dirección del modelo capitalista o, dicho de otro modo, en sintonía con las estructuras económicas basadas en la propiedad privada, la existencia de clases y la distribución del trabajo. En un contexto “ideal” (sociedad socialista ideal) no existiría la familia tradicional, porque se impondrían fórmulas más acordes con la “naturaleza humana” (esencialmente promiscua). Esos principios se completarían con las aportaciones de Freud y, en concreto, con su idea “dialéctica” de la estructura de la personalidad, polarizada entre el Eros y el Thanatos, desarrollada con el paso de los años por personalidades como Erich Fromm (El miedo a la libertad fue publicado por primera vez en 1941; acaso no llegara a leerlo Moravia entes de escribir la novela), Wilhem Reich (su Revolución Sexual es de 1945), Herbert Marcuse (Eros y Civilización es de 1954) y Michel Foucault (Nietzsche, Marx y Freud es de 1965). Cuando Bertolucci realizó El conformista aún palpitaban los acontecimientos que habían sacudido toda Europa...

Desde ese modelo, que era lugar común en los ambientes de izquierda europeos, construido sintetizando las tradiciones marxistas y las freudianas, convenía que Marcello fuera un personaje “neurótico”, “anómalo”, de sexualidad escasamente definida, inclinado hacia el Thanatos. Hay que ser muy “especial” para aprovechar el viaje de novios en una empresa homicida para o para “divertirse” matando gatos (Novecento, personaje Attila).
Los demás, su esposa y los Quadri, deberían aparecer como personas “progresistas” y, en consecuencia, asumiendo cierta promiscuidad (personalidades en equilibrio dinámico inclinado hacia el Eros). Anna (Lina en Moravia) coquetea con el indolente Marcello y con Giulia; el profesor Quadri intenta seducir a Giulia, aunque sabe que está en viaje de novios; Giulia, que se ofrece a su esposo con gran voluptuosidad, confiesa haber sentido placer cuando la sedujo un amigo de la familia viejo (abogado Fenizio en la novela) y declara a voces (en la sala de bailes) que el profesor Quadri pretende seducirla, pero en la película desaparecen las alusiones a las prácticas homosexuales (con una compañera de colegio) y se reducen considerablemente las relaciones socialmente inconvenientes con el abogado Fenizio (cinco años como “amante de conveniencia”). En Novecento de emplea el mismo “esquema”, explícitamente, en la famosa secuencia del trío que fue censurada.
Para Moravia el asunto sexual aparece mucho menos estructurado y definido, según criterios progresistas, pero diferentes a los del marxismo clásico (Moravia fue elegido parlamentario en las listas del PCI en 1984): Marcello tiene personalidad anómala, casi desde que nació, pero no tiene “problemas” de sexualidad, sino un trauma activado por un “incidente” dramático y traumático con un homosexual (Lino), que pretendía sodomizarlo. Su relación con las mujeres es “normal”, tal y como se confiesa, si exceptuamos su ingenuidad al casarse con una mujer, que había sido amante de un abogado (Fenizio) desde que cumplió los quince años, creyéndola virgen. La esposa del profesor, Lina (reflejo de Lino), es lesbiana y, en cuanto conoce a Giulia, se “enamora” de ella, la desea ardorosamente con tanta efusión que no tiene inconveniente en “aguantar” los acosos de Marcello, aunque le resulte desagradable, para permanecer en la proximidad de ella. Cuando, por fin, Giulia la rechaza, toma la decisión de acompañar a su esposo en el viaja fatal...

El cambio de nombre de la señora Quadri; la heterodoxia sexual.
En Moravia se llama Lina; en la película de Bertolucci, Anna: parece obvio que Bertolucci no deseaba enfatizar una de las circunstancias más complejas y relevantes del relato literario: la fusión (identificación especular) entre Lino y Lina, para conformar el universo de lo “sexualmente anómalo”. Los planteamientos de Moravia sintonizaban bien con esa idea, mientras que para Bertolucci, dentro de las corrientes marxistas “modernas”, los juegos explícitos asociados a la homosexualidad resultaban inconvenientes; para los más ortodoxos de esos ambientes, en los años sesenta y setenta, la homosexualidad era una cualidad “problemática”, cercana a “lo patológico” e, incluso, a la perversión social (esta circunstancia es una constante en casi todo el cine de Bertolucci, pero sobre todo, en Novecento y en El último emperador).
En esa línea, también es elocuente la transformación que hace Bertolucci de todo lo relacionado con la actitud lesbiana de Lina, que es sustituido en la película por situaciones mucho menos explícitas. En la película, Anna manifiesta cierta bisexualidad, pero en ningún caso expresa animadversión clara hacia Marcello, contra lo que sucede en la novela, donde Lina reacciona enrabietada por la negativa de Giulia a tener un “asunto” con ella y decide acompañar a su esposo en el viaje fatal. Del mismo modo, Bertolucci modifica radicalmente lo que sucede en la sala de fiestas a la que acuden las dos parejas. En la novela es una sala de fiestas para lesbianas, atendida por mujeres vestidas como hombres; en la película es una sala de baile mucho más convencional, en la que el baile es concebido como un “instrumento” de desinhibición y de cohesión social, incluso aunque existan situaciones de inclinación homosexual (baile entre Lina y Giulia). La secuencia, brillantemente rodada, que culmina en un corro formado por todos los danzantes alrededor de Marcello, a quien envuelven y obligan a participar, compone grupo con otras comparables, también de exaltación socialista, de Novecento.
Sin embargo, en la novela de Moravia el baile se describe de modo muy diferente, como un “instrumento de galanteo” entre dos personas (hombre y mujer o mujer con mujer) sin los impedimentos morales de la tradición cristiana:
“(Giulia) fue delante de Lina y, llegada al espacio reservado al baile, se volvió hacia ella, con los brazos tendidos, para dejarse enlazar. Marcello vio que Lina se acercaba a ella, que ceñía, con seguridad y autoridad masculinas, la cintura de Giulia y que luego, a paso de baile, la llevaba hasta la pista, entre las demás parejas que bailaban. Por un momento, estupefacto de una forma dolorosa y oscura, miró a las mujeres que bailaban abrazadas: Giulia era más baja que Lina, bailaban con las mejillas juntas y, a cada paso, el brazo de Lina parecía apretar más la cintura de Giulia. Le parecía un espectáculo triste e increíble; aquello, no pudo menos de pensar, era el amor que, de un modo diferente, con una vida distinta, le estaba destinado a él, del que él hubiera gozado”.

El ramo de violetas.
En la novela una mujer vestida de hombre ofrece gardenias el grupo (los Quadri y los Clerici) cuando estaban en La Corbata negra, sala de fiestas para lesbianas:
“Se acercó una muchacha vestida también con americana masculina, bastante diferente de las floristas graciosas que suelen encontrarse en los locales de baile: pálida y demacrada, sin afeites, con un rostro oriental de nariz grande, labios gruesos, frente despejada y huesuda bajo los cabellos cortados muy cortos y mal, como debido a una enfermedad que los hubiera hecho más ralos. Tendió un cesto lleno de gardenias y la directora, tras escoger una, la prendió en el pecho de Giulia... “
Bertolucci transforma la situación en una secuencia protagonizada por Marcello y Lina, de manifiesta intencionalidad política, concebida mediante recursos de orientación emotiva: una mujer de aspecto desgreñado, con los dientes ennegrecidos, ofrece a Marcello violetas de Parma; cuando éste las toma, la mujer grita “Arriba parias de la tierra”, aparecen dos niñas y las tres entonan La Internacional. Aparece Lina y ambos caminan juntos con el acompañamiento de la mujer y los niños, que continúan cantando. Por fin, Marcello ofrece el ramillete a La esposa del profesor Quadri antes de besarla en los labios.
Buscando referencias para el cambio de las gardenias por violetas de Parma encontramos un fragmento de Dorian Gray (comienzo del capítulo 15):
“A las ocho y media, unos criados que prodigaban reverencias hicieron entrar en el salón de lady Narborough a Dorian Gray, vestido de punta en blanco y con un ramillete de violetas de Parma en el ojal de la chaqueta. Le latían las sienes con violencia, y se sentía presa de una extraordinaria agitación nerviosa, pero sus modales, cuando se inclinó sobre la mano de su anfitriona, tenían la misma elegancia y naturalidad de siempre. Quizá uno nunca se muestra tan natural como cuando representa un papel. Desde luego, nadie que observara aquella noche a Dorian Gray podría haber creído que acababa de vivir una tragedia comparable a las más horribles de nuestra época. Imposible que aquellos dedos tan delicadamente cincelados hubieran empuñado un cuchillo con intención pecaminosa o que aquellos labios sonrientes hubieran podido blasfemar y burlarse de la bondad. Él mismo no podía por menos de asombrarse ante su propia calma y, por unos momentos, sintió intensamente el terrible júbilo de quien lleva con éxito una doble vida”.
Me gustaría creer que Bertolucci ofrecía a los espectadores una especie de rito socialista comparable al descrito por O Wilde... (supongo que esta relación está muy forzada por mis propios gustos literaros...)

Muerte de los Quadri
En la película Marcello está presente cuando los Quadri son asesinados y esa presencia sirve para componer la estructura narrativa global, mediante el desarrollo paralelo de la persecución del coche de los Quadri y el recuerdo de lo sucedido. Por el contrario, en la novela Marcelo se limita a identificar al profesor Quadri, para que le ejecuten los sicarios...
Por una fatalidad “del destino”, la orden de suspender la ejecución de los Quadri para no perjudicar las relaciones franco-italianas llega cuando ya era demasiado tarde... Así, pues, también por este lado encontramos una diferencia argumental muy relevante: en la novela se encadenan las fatalidades, mientras que en el planteamiento de Bertolucci prevalecen las concatenaciones “lógicas”, “determinadas” por la naturaleza de los personajes.
En la película también se habla de “accidente” en la muerte de los Quadri, pero de naturaleza muy diferente. Marcelo acusa a Lino, con el que se encuentra, tras la caída de Mussolini, de ser el asesino del profesor, porque es consciente de que aquel incidente (la supuesta muerte accidental de Lino) “determinó” su “naturaleza” y, desde ella, la necesidad de formar parte del aparato represivo fascista. Se aclaran, de ese modo, las motivaciones de Marcello...
Asimismo es interesante comparar la diferente concepción escenográfica en la muerte de los Quadri. Según el relato del sicario, en la versión de Moravia, Lina se pone delante cuando disparan a su marido: ella cae herida y él intenta escapar, pero le sigue el personaje más sanguinario que le mata a cuchilladas... En el momento decisivo, manifiesta más valor Lina, la mujer lesbiana, que el profesor activista.
En la película, suceden cosas diferentes, con matizaciones muy interesantes: el profesor sale cuando les bloquean en la carretera y, de repente, como si fuera una manada de lobos aparecen varios individuos a los que no se puede ver las caras, que lo atacan con cuchillos (animales anónimos, alimañas despersonalizadas). La mujer intenta escapar, pero es perseguida y abatida a tiros. Aquí prevalece la intención de enfatizar el carácter íntegro y heroico del profesor Quadri, mientras Anna queda descrita como una mujer “común”, acobardada, incapaz de asumir el heroísmo que le adjudicaba Moravia.

El desenlace
El desenlace es otra de las diferencias fundamentales entre la novela y la película. A Bertolucci no le interesó la “solución” de Moravia, que acaso sea la parte más cinematográfica del relato. La familia Clerici (Marcello, Giulia y la niña) sale de Roma en automóvil para pasar el verano en el campo mientras se calman las circunstancias derivadas de la caída de Mussolini. Cuando van por la carretera les ataca un avión:
“Marcello oyó a sus espaldas el fragor metalizante y rabioso del aeroplano que descendía. Entre los ruidos, distinguió el tableteo cerrado de la ametralladora que disparaba y comprendió que el aeroplano estaba detrás y pronto estaría sobre él: el estruendo del motor era paralelo a la carretera, como ésta directo e inflexible. Después el fragor metálico estuvo encima de él, ensordecedor, un solo momento, y luego se alejó. Él notó un golpe fuerte en la espalda, como un puño, y ensegui-da un languidecimiento mortal; desesperado, logró reunir fuerzas y llevar el coche y pararlo a un lado de la carretera.
-Bajémonos —dijo con voz ahogada, poniendo la mano en la portezuela y abriéndola.
La portezuela se abrió y Marcello cayó fuera; luego, arrastrándose con la cara y con las manos por la hierba, sacó las piernas del coche y quedó en tierra junto a la cuneta. Pero nadie habló, ni, aunque la portezuela había quedado abierta, salió del coche. En aquel instante, a lo lejos, volvió a oírse el fragor del aeroplano que viraba. Él aún pensó: «Dios, haz que no las alcancen... son inocentes». Y después, resignado, con la boca contra la hierba, aguardó a que el aeroplano volviera. El coche con la portezuela abierta estaba en silencio, y él tuvo tiempo de comprender, con intenso dolor, que nadie bajaría. Al fin el aeroplano estuvo sobre él, arrastrando consigo, mientras se alejaba por el cielo inflamado, el silencio y la muerte”.
Bertolucci condena a vivir encerrado en su propia miseria a Marcello, mediante el impresionante plano final, en el que se le ve de espaldas, sólo, al otro lado de una reja, girando la cabeza impotente, mientras suena una canción...

lunes, 7 de enero de 2008

Muerte en Venecia, Luchino Visconti, 1971

Sin duda, una de las películas más interesantes y complejas de la Historia del cine... La complejidad surge de la idea “esencial” que bullía en la mente de Visconti cuando se propuso llevar a la pantalla la novela de Thomas Mann: Pero... ¿Cómo transformar aquella interesantísima novela en una película?
Para resolver el problema Visconti asumió varias decisiones arriesgadas: dejar clara en el comienzo la distancia entre la novela y la película, modificando la profesión del protagonista, dejar “hablar” a las imágenes y reducir el contenido filosófico específico a los diálogos entre Aschenbach y Alfred...
La primera decisión abría, a su vez, un universo de sugerencias, que otorgaban a la película un valor añadido indiscutible; si en lugar de un escritor de reconocimiento oficial ( que recuerda al propio Mann), el protagonista es un músico que señala a Gustav Mahler, las reflexiones de Mann entrarían en un juego muy diferente y, por supuesto, mucho más concreto. El contexto familiar del escritor se enriquece con todo lo que implica la figura de Alma Mahler y su compleja vida sentimental, muy diferente a la de Asenbach de Mann, que tenía una hija ya casada y era viudo. En contrapartida, con ello se diluía uno de los asuntos más interesantes de la novela: la vinculación que se podría establecer entre la tradición cultural europea (alemana) y lo que sucedería pocos años después, cuando las reflexiones de Nietzsche fueron interpretadas por los ideólogos de Hitler... porque Visconti ya se había afrontado ese asunto en La caída de los dioses, cuyo título forzaba la inclusión de Nietzsche en la valoración de los distintos componentes que formaron el caldo de cultivo del nacionalsocialismo.
Dejar “hablar a las imágenes”... Es obvio que lo visual opera de modo muy diferente a lo verbal; la diferente estructura de la percepción visual frente a la percepción auditiva conforma un universo de “respuestas“ muy diferentes. La escritura funciona siempre desde la racionalidad voluntaria, incluso, aunque la pretensión sea estrictamente poética; las imágenes actúan, ante todo, desde los territorios automáticos determinados por nuestro sistema de captación visual. De ahí la dificultad de conseguir que una película sea "lo mismo" que una novela. Tal y como puso de manifiesto en su tiempo Laurence Oliver, ni tan siquiera es factible forzar la equiparación con los textos teatrales, aunque con ellos se pueda intentar alguna versión de gran fidelidad (estoy pensando en su Enrique V o en Romeo y Julieta, de Zeffirelli y en algunas de Mankiewicz), por supuesto, sin perder de vista lo más específico del formato cinematográfico. Lógicamente, sustituir las reflexiones iniciales de Mann (el viaje como higiene, la exaltación de la disciplina, el autocontrol, el rigor moral, etc.) por los créditos en fondo negro mientra suenan los acordes del “adagietto” de la quinta sinfonía de Mahler, seguidos por las imágenes del barco (moviéndose a contralectura) llegando a Venecia, consagra un elevado grado de “imprecisión” expresiva que sólo puede ser resuelto si quien ve la película conoce el relato original y advierte que Asenbach se debate entre las cualidades del superhombre y la proximidad de la muerte; en caso contrario (si no se conoce el relato de Mann), puede suceder lo que, de hecho, sucede con muchos espectadores, que traducen esas imágenes de gran capacidad estética, en un estímulo proyectivo que otorga a los planos de Visconti y Pascualino de Santis el significado que determine la personalidad del espectador, inducido por la presencia “condicionadora” del personaje definido por Visconti (Dirk Bogarde convenientemente maquillado). El resultado de esta estrategia tiene el inconveniente de abrir demasiado las posibilidades de interpretación, tal y como advertimos en cuanto echamos un vistazo a lo que se ha dicho y escrito sobre esta película, que para muchos sigue siendo, simplemente, un “hermoso alegato” en defensa de la homosexualidad tardía... del despertar de un hombre maduro a su propia naturaleza sexual, que había permanecido escondida hasta ese momento. Desde esa interpretación trivial, se diluyen los componentes simbólicos más explícitos como el anciano desfigurado por el maquillaje (alusión a la decadencia disimulada) o el viaje-discusión con el gondolero enigmático (Arconte), que transporta al protagonista junto con un baúl que más parece ataúd; la elección de Venecia, como “símbolo” de conflicto entre lo aparente y lo real (la peste amenaza a los clientes aristócratas del Grand Hotel des Baignes...
Por fortuna, una parte del asunto argumental está recogido explícitamente en los diálogos mencionados entre el protagonista y su amigo, que nos colocan frente a los interrogantes desencadenados por las transformaciones movilizadas por la Revolución Industrial: ruina de los modelos de pensamiento tradicionales (construidos sobre los valores religiosos medievales), expansión del materialismo científico, el crecimiento industrial y tecnológico, y la pérdida de sentido de algunos valores del pasado... En algunas partes, incluso, Visconti se permite el lujo de aludir veladamente a circunstancias de especial relevancia en la Alemania de Hitler, cuando se interpretó el arte de vanguardia como “arte degenerado”, desvinculado de los valores éticos que aseguraban la cohesión colectiva, bajo la “ejemplaridad” del “superhombre”.
La relación entre Aschenbach (en alemán, algo así como “cenizas al arroyo”) y Tadzio, que tantas implicaciones abría desde la propia personalidad de Visconti, sin embargo, se desenvuelve en un “marco” que el director procuró ahormar siguiendo el relato de Mann, ofreciendo un ambiente estético que nos conecta directamente con los dominantes a finales del siglo XIX y principios del XX. Casi todos los encuadres de la película están concebidos según los criterios compositivos del naturalismo académico dominante en toda Europa, sacudido por las corrientes innovadoras que, en Italia (Florencia), ya eran sensibles desde mediados del siglo XIX (macchiaioli).
Sesenta años después del momento elegido por Mann (1911), el propio Visconti integra su propia personalidad, como aristócrata decadente, en el universo que, según el novelista, estaba desapareciendo, para otorgar a la película una dimensión añadida, que complica aún más las consideraciones que se ofrecen al espectador, entre las que acaso debiéramos incluir también su propia naturaleza sexual. Precisamente, antes de realizar esta película, Visconti había rodado La caída de los dioses (1969) y en ella había descrito con matices ideológicos sumamente negativos las “peculiaridades” sexuales de Martin von Essenbeck (Helmut Berger), al parecer, no muy alejadas de las suyas propias.
Es fácil reconocer el argumento nodular de la novela recordando las las palabras de El Fedón:
«Porque la belleza, Fedón, nótalo bien, sólo la belleza es al mismo tiempo divina y perceptible. Por eso es el camino de lo sensible, el camino que lleva al artista hacia el espíritu. Pero ¿crees tú, amado mío, que podrá alcanzar alguna vez sabiduría y verdadera dignidad humana aquel para quien el camino que lleva al espíritu pasa por los sentidos? ¿O crees más bien (abandono la decisión a tu criterio) que éste es un camino peligroso, un camino de pecado y perdición, que necesariamente lleva al extravío? Porque has de saber que nosotros, los poetas, no podemos andar el camino de la belleza sin que Eros nos acompañe y nos sirva de guía; y que si podemos ser héroes y disciplinados guerreros a nuestro modo, nos parecemos, sin embargo, a las mujeres, pues nuestro ensalzamiento es la pasión, y nuestras ansias han de ser de amor. Tal es nuestra gloria y tal es nuestra vergüenza. ¿Comprendes ahora cómo nosotros, los poetas, no podemos ser ni sabios ni dignos? ¿Comprendes que necesariamente hemos de extraviarnos, que hemos de ser necesariamente concupiscentes y aventureros de los sentidos? La maestría de nuestro estilo es falsa, fingida e insensata; nuestra gloria y estimación, pura farsa; altamente ridícula, la confianza que el ^pueblo nos otorga. Empresa desatinada y condenable es querer educar por el arte al pueblo y a la juventud. ¿Pues cómo habría de servir para educar a alguien aquel en quien alienta de un modo innato una tendencia natural e incorregible hacia el abismo? Cierto es que quisiéramos negarlo y adquirir una actitud de dignidad; pero, como quiera que procedamos, ese abismo nos atrae. Así, por ejemplo, renegamos del conocimiento libertador, pues el conocimiento, Fedón, carece de severidad y disciplina; es sabio, comprensivo, perdona, no tiene forma ni decoro posibles, simpatiza con el abismo; es ya el mismo abismo. Lo rechazamos, pues, con decisión, y en adelante nuestros esfuerzos se dirigen tan sólo a la belleza; es decir, a la sencillez, a la grandeza y a la nueva disciplina, a la nueva inocencia y a la forma; pero inocencia y forma, Fedón, conduce a la embriaguez y al deseo, dirigen quizás al espíritu noble hacia el espantoso delito del sentimiento que condena como infame su propia severidad estética; lo llevan al abismo, ellos también, lo llevan al abismo. Y nosotros, los poetas, caemos al abismo porque no podemos emprender el vuelo hacia arriba rectamente, sólo podemos extraviarnos. Ahora me voy, Fedón; quédate tú aquí, y sólo cuando ya hayas dejado de verme, vete también tú» (Platón, Fedón)
Desde esta lectura, La muerte en Venecia de Visconti, sin perder ni uno solo de sus muy numerosos valores estéticos triviales (belleza de las imágenes y de la música), reaparece asociada al mismo argumento básico de la novela de Thomas Mann: la imposibilidad de recuperar los valores “clásicos”. En definitiva, la película de Visconti aparece como el intento de otorgar dimensiones cinematográficas a las reflexiones de Thomas Mann... O quizás, mejor: la película define una puerta que, desde la inmediatez visual, nos conduce a los caminos de las reflexiones contenidas en la novela. Evidentemente, Luchino Visconti Di Modrone, conde de Lonate Pozzolo, nos habla de sí mismo, pero no sólo de lo que ocultan los pantalones... porque de cintura para arriba Luchino Visconti era un “refinadísimo intelectual marxista”, cuyas concepciones cinematográficas debemos situar en un marco definido por las circunstancias del tiempo que le tocó vivir, por sus “compañeros” (Fellini, Bertolucci, Pasolini, Antonioni) y por personajes como Guido Aristarco, que le consideraban como el director más genuinamente antifascista (marxista) de su generación.
Ver Muerte en Venecia en claves marxistas... Toda una aventura que desborda las pretensiones de Thomas Mann, mucho más comedido ideológicamente, y por supuesto las de quienes sólo se preocupan de la bragueta...
Una amiga de los tiempos discentes decía que le gustaba el Visconti de Muerte en Venecia, pero que odiaba al de La Caída de los Dioses, Ludwing o El Inocente...
— ¡Pero si las cuatro películas tratan de lo mismo! —repliqué—. En todas ellas el protagonista es la “dialéctica histórica”... o, mejor, Visconti frente a la dialéctica histórica...
—Estás obsesionado con el rollo político y no te enteras —sentenció—. La Caída de los Dioses trata del acceso de los nazis al poder; Ludwing... de Ludwing, El inocente, de la nobleza decadente y Muerte en Venecia, de la homosexualidad sobrevenida.
—La posmodernidad simplifica todo...

martes, 1 de enero de 2008

REC, Jaume Balagueró y Paco Plaza, 2007


Cada vez están más alejados los tiempos en los que el cine español se limitaba, exclusivamente, al “mercado” de las subvenciones. Porque aunque aún sean muy numerosos quienes continúan chupando de las tetas administrativas, por fortuna, cada vez son más numerosos quienes apuestan por hacer películas que interesen al gran público. En la nómina de este grupo ya estaba Jaume Balagueró, que ahora, junto con Paco Plaza, nos ofrece un magnífico ejemplo de lo que se puede hacer sin grandes medios pero con inteligencia, imaginación y dominio del oficio.
A partir de una idea que recuerda las viejas “Historias para no dormir” (“Mientras usted duerme” es el programa de televisión que sirve de excusa para el desarrollo de la historia) y el cine de terror más tradicional, se nos ofrece una situación perfectamente homologable con las fórmulas empleadas por Narciso Ibáñez Serrador (o Ibáñez Menta) o, incluso, por el más elemental Sir Alfred Hitchcock, brillantemente resueltas mediante una adecuada dosificación de los acontecimientos iconográficos, de acuerdo con el progreso de los acontecimientos.
Desde el arranque, en situación convencional, propia de un reportaje de televisión local, hasta el desenlace con la pantalla en negro, se van matizando las situaciones, progresivamente dramáticas y claustrofóbicas, dosificando gradualmente la iluminación y otros recursos del género, como la cámara en mano, el desenfoque, los oscurecimientos, las retenciones narrativas, los sobresaltos, etc. En este sentido la película es, sencillamente prodigiosa, desde mi punto de vista y aunque los medios empleados en una y otra las hagan incomparables, mejor resuelta que El orfanato… Me ha recordado Tesis...
Lo más positivo: las localizaciones, la ambientación, la fotografía (dado el carácter que tienen casi todas las secuencias, el recurso a planos tipo “dogma” es perfectamente admisible), los efectos especiales, el maquillaje, el vestuario, el sonido y el montaje cumplen perfectamente su cometido…
Lo negativo: las interpretaciones recuerdan vicios tradicionales del cine español… sobre todo, en lo referente a la dirección de actores; me parece innecesario, por ejemplo, que los actores permanentemente hablen dando voces. El guión se podría haber trabajado más… para interesar a un público más amplio; entiendo que Rec se ha realizado pensando en un “objetivo comercial” limitado a personas menores de 30 años. Si pudiera hablar al oído de sus directores, les diría que para la próxima película buscaran una historia argumentalmente más sólida, un buen guionista e intentaran salir de los territorios “estrechos”... aunque con ello sea más incierto el resultado económico.
En definitiva… Asumiendo que estamos en los territorios del cine de entretenimiento, Rec es una película que, si se gestiona bien la distribución, podría recaudar casi tanto como El orfanato… Los aficionados al género de terror disfrutarán de lo lindo; garantizado.

American Gangster, Ridley Scott, 2007. La importancia del factor ideológico.




La película cuenta algunos de los hechos protagonizados por dos personajes, de planteamientos vitales diferentes. El primero, Frank Lucas, es un afroamericano, magníficamente bien integrado en su contexto familiar: de baja extracción social, se convertirá en el dueño del negocio generado en torno al tráfico de heroína en Nueva York. El segundo, el detective R. Roberts, es un blanco aficionado al sexo extramarital, de vida familiar destruida, pero al mismo tiempo, policía incorruptible (encuentra un millón de dólares y decide devolverlo), recibirá el encargo de perseguirle. En el transcurso de los acontecimientos, las posturas de ambos, diametralmente opuestas, culminarán en una situación de sorprendente proximidad: el mafioso colaborará con la policía y verá rebajada su condena de cárcel y el policía dejará su profesión para convertirse en abogado... y el propio Lucas será uno de sus primeros clientes.
La relación entre ambos personajes se complica porque en los ambientes policiales prevalece una corrupción de la que prácticamente nadie puede escapar. La “historia” se enriquece por las circunstancias del momento, dominado por la guerra de Vietnam: Frank Lucas integraba en su “negocio” a ciertos sectores del ejército norteamericano, que, acaso condicionados por la conveniencia estratégica de no dificultar el consumo de “excitantes”, consentían transportar la droga en los sarcófagos de los soldados caídos en combate.
Un panorama que ofrece múltiples problemas de esos que concitan el interés general: ¿Se puede ser “buena persona” asumiendo la responsabilidad máxima en el tráfico de heroína? ¿Se puede ser un impresentable siendo un policía incorrupto? Lo ético, la moralidad... ¿Son “ideas” relativizadas por las circunstancias? ¿El tráfico de heroína pudo ser considerado por algunas personas de gran influencia social, un asunto de “interés nacional”? ¿Es admisible que “la paradoja” esté por encima de los valores éticos tradicionales? Un marco idóneo para componer una historia interesante... en ambiente posmoderno.
La película, como corresponde a los buenos diseños de producción, arranca fuerte: Frank Lucas prende fuego y dispara a un sujeto (¿mafioso cubano?), en un ambiente visual de clave baja. Ese recurso, junto con algunas tomas interesantes serán utilizados para atrapar el interés del espectador, tal y como suele ser habitual en las películas de este mismo director. Por desgracia, en este caso, con un guión demasiado aséptico, el uso de esa fórmula no es suficiente para evitar que la película resulte demasiado tediosa. La primera media hora me ha parecido demasiado extensa, incluso aunque incluya tomas y situaciones que enriquecen considerablemente la narración: la producción de droga se relaciona con los antiguos oficiales de Chiang Kai-Schek; la comitiva que acude a la búsqueda de esa factoría se adentra en un ambiente que recuerda, de nuevo, El corazón de las tinieblas y, en consecuencia, las valoraciones de Coppola en Apocalypse Now. Por desgracia, estas acotaciones quedan en digresiones marginales, difíciles de seguir para el espectador medio que, además, no tienen continuidad en el desarrollo del argumento, porque, para R. Scott las cuestiones políticas escapan de sus objetivos críticos.
Para impedir al aburrimiento, el realizador dosifica unas cuantas secuencias de acción: además de la mencionada del cubano, una que sirve para modelar el carácter del policía (de las habituales en el cine policíaco) y otra más a los 50 minutos de película, en la que Lucas asesina a un competidor; la situación, magníficamente rodada (acaso, lo mejor de la película) y bien apoyada por la ambientación sonora, es enfatizada por un disparo a quemarropa con gran fogonazo en la zona del percutor, muy eficaz para conseguir ese “realismo” que es específico del cine que, con frecuencia, tiene poco que ver con lo que percibiríamos si presenciáramos una situación real afín (de nuevo el debate entre Vertov y Eisenstein). Un recurso similar empleará en el asalto a la factoría de heroína, pero incluyendo insertos casi subliminales (destello y pierna estallada por efecto del disparo), siguiendo fórmulas muy arraigadas en la industria gráfica, al menos desde los años sesenta... Recuerde el lector el pecho de Anne Bancroft en El graduado (Nichols, 1967) o la cascada de imágenes subliminales en La naranja mecánica (Kubrick, 1971), películas que fueron realizadas, accidentalmente, dentro de los años comprendidos en la historia contada en la película de Scott.
La fotografía está caracterizada por una amplitud lumínica muy limitada, que facilita atrapar la atención del espectador y proporciona una textura bien entonada con los personajes “de color”, pero tiene el inconveniente de limitar considerablemente la gama cromática y las posibilidades estéticas de otro tipo. Desde la concepción que parece primar en esta película, acaso hubiera merecido la pena presentarla en blanco y negro.
La banda sonora es aceptable; el guión, eficaz; la interpretación, dentro de lo que es habitual en la industria norteamericana. Lo más destacable: la ambientación.
No se trata de una mala película; en absoluto... La película, como la mayoría de este mismo director, es, en términos cinematográficos, aceptable, más interesante, por ejemplo, que casi todas las realizadas durante los últimos diez años. Muy probablemente, la Academia la valore positivamente... Sin embargo, tampoco creo que sea una película magnífica...
Lo más débil... Aunque R. Scott recoge todos los elementos relevantes de la historia y la película puede considerarse como una radiografía de la sociedad norteamericana que desencadenó una de las revoluciones más importantes del siglo XX, lo que nos cuenta se centra sobre los aspectos subjetivos de los personajes, de manera que en un visionado poco reflexivo, se desvirtúan aquellos factores y apenas percibimos que gracias a esos fenómenos y otros comparables, durante unos cuantos años la mayor potencia del mundo estaba siendo dirigida por un personaje que sufrió la afrenta pública de su destitución. Lástima que no haya profundizado en esa dirección... De haberlo hecho, de haber apostado por un planteamiento más crítico y directo, a estas alturas acaso estuviéramos hablando de un “producto” capacitado para movilizar las conciencias y que, por lo tanto, dejaría de estar en el territorio del puro entretenimiento para entrar en los campos de la creación cultural relevante, incluso, de “lo artístico”.
Creo que esta película no pasara a la historia salvo en el grupo del muy amplio sector comercial, propio de la industria norteamericana, aquellas que se realizaron siguiendo los criterios de “autocontrol” (autocensura) activos desde la época de Griffith, según los cuales las películas debían realizarse teniendo cuidado para no crear espectáculos que tuvieran componentes desestabilizadores. Partiendo de una “historia” con tantos argumentos para conseguir una película que pusiera de manifiesto las debilidades del sistema cultural norteamericano (crisis de valores, corrupción, etc.) , R. Scott nos propone un “entretenimiento paradójico” sobre la relación entre “el bien” y “el mal”, en el que se nos invita a pensar que, al fin y al cabo, Frank Lucas, responsable último de la difusión del consumo de heroína y de asesinatos particularmente salvajes, que estuvo unos pocos años en la cárcel, acaso hubiera merecido mejor destino en la vida... Como en las películas más patéticas de los años de la caza de brujas (estoy pensando en La ley del silencio, de E. Kazan, 1954), vista la película de R. Scott podemos salir del cine tranquilos, pensando que, a pesar de todo, a pesar de que puedan existir mafiosos perversos y policías corruptos, y de todas las paradojos que rodean al espíritu humano, al final, los “malos” tendrán un chispazo de “gracia”, se harán buenos, delatarán a los malos y conseguirán que el sistema vuelva a sus “cauces naturales” de “bondad”, que distingue a la sociedad más “democrática” del mundo... Es fácil imaginar las conclusiones que extraerán quienes hayan padecido las consecuencias de la drogadicción...
Seguramente, la película gustará mucho a los incondicionales de este director, pero probablemente ofenderá a quienes hayan construido expectativas siguiendo las indicaciones de la campaña publicitaria de lanzamiento.