Aunque poco antes (1940) se había estrenado Sin Novedad en el Alcázar (según los créditos, “una gran superproducción nacional”, realizada en gran medida en Roma y dirigida por Augusto Genina), con un importante alarde de medios, Raza es la primera gran superproducción cinematográfica española (relacionando la “autoría” con la dirección) del franquismo. Y a pesar de todos los pesares, detenerse en ella nos pone frente a una de las aventuras más apasionantes que podamos afrontar en los territorios del cine español.
El interés nace, en primer lugar, del autor del argumento que, firmó un tal Jaime de Andrade, nombre tras el que se escondía el mismísimo general Francisco Franco, que acaso pretendiera exponer de forma “amena” su ideario, peculiar amalgama de valores falangistas, católicos y militares (heroísmo, abnegación, sacrificio, valor, honor, etc.), vinculado a una idea de la “pureza de sangre”, más propia de las creencias del siglo XVII, que de un régimen totalitario del siglo XX.
Y de esa circunstancia emana la primera cualidad que condicionará decisivamente el desarrollo del cine español. Parece obvio que, con esta película, Franco pretendía hacer algo parecido a lo que había hecho Hitler con la ayuda de de Leni Riefenstahl en El Triunfo de la Voluntad: emplear el “moderno” medio cinematográfico como un recurso “didáctico” (propagandístico) para dar a conocer su ideario, los componentes fundamentales del régimen que estaba aplicando al gobierno de España. Y si esta hipótesis es cierta, acaso debiéramos suponer que la autoría, cuando menos, debería repartirse entre el director nominal y quien, en todo caso, se preocuparía porque nadie alterara la idea argumental.
Por suerte o por desgracia, Sáez de Heredia no era Riefenstahl ni la industria cinematográfica española contaba con la estructura necesaria para hacer películas de calidad comparable a aquella y, en consecuencia, quien haya visto las dos se habrá sorprendido con una comparación tan peregrina, puesto que cualquier parecido es “pura coincidencia”: acaso las últimas tomas (el “desfile de la victoria”) recuerden vagamente fórmulas del arranque de El triunfo de la Voluntad; paradójicamente, conocida la situación ideológica que acabará asumiendo el dictador, las fórmulas de montaje empleadas parecen más cercanas al cine soviético (Eisenstein). L. Riefenstahl nos habla de una idea política perfectamente definida; Sáez de Heredia, de El Capitán Trueno.
De acuerdo con las pretensiones teóricamente “didácticas”, la película se presenta al público patrocinada por “el Consejo de la Hispanidad”, inaugurando una “moda” que marcará invariante castizo del cine español hasta la actualidad, recurriendo a argumentos que han cambiado poco con el paso de los años. El cine español “renace” sustentado en el dinero público, y por lo tanto, se desarrollará en permanente realimentación con los intereses dominantes. En este caso concreto sería absurdo imaginar que la película había sido realizada supeditada a los intereses del público: de hecho, al ofrecer una visión tan sesgada e irritante para los sectores republicanos, es de imaginar cómo fue recibida por quienes habían perdido la guerra (sociológicamente, la mitad de la población, cuando menos). Y en ese sentido, se podría hablar de una película de reforzamiento ideológico más que de otra cosa…
La película se construye sobre la historia de una familia (los Churruca), que se emplea como materialización de las esencias patrias con un cuidado exquisito. Pedro Churruca , descendiente de Cosme Damián Churruca, «el más sabio y valeroso marino de su época», héroe de la batalla de Trafalgar (1805), es capitán de navío y tiene cuatro hijos; Isabel, Pedro, José y Jaime. Le elección de este personaje implica varias circunstancias relevantes. La primera, entroncar a los personajes con un héroe de las luchas contra los ingleses (la “pérfida Albión” que mantenía una colonia en el Peñón); la segunda, vincular el “espíritu patrio” a las Vascongadas (Cosme Damián procedía de allí) y la tercera vincular todo ello con el nacimiento de la bandera “nacional”, empleada como enseña de la armada, precisamente, en la época de Carlos III (Decreto de 28 de mayo de 1785).
Todas las palabras pronunciadas por Pedro Churruca en las primeras secuencias tendrán forzadísima orientación pedagógica: se sacrifican los mejores, hay que aceptar el destino que nos ofrezca Dios, etc. E incluso aplicará a sus hijos una plática-arenga en la que introducirá un matiz sorprendente: para materializar el espíritu militar en el discurso histórico no recurrirá a El Cid, Viriato o Guzmán el Bueno, como será norma en los manuales de Formación del Espíritu Nacional posteriores, sino a los almogávares, “los más representativos de la raza española: firmes en la pelea, ágiles y decididos en el maniobrar”. Parece obvio el intento de completar el diseño regional con la inclusión de la corona de Aragón (Cataluña incluida, por supuesto)y, desde ellos, con lo más hondo de la tradición hispánica: algunos historiadores creían que los almogávares, por sus costumbres militares, acaso fueran pervivencia de los guerreros íberos.
Este engolado padre de familia culminará enseguida para configurar el tablero de juego del que nacería el espíritu de quienes se sublevaron el 18 de julio de 1936: será enviado en una misión suicida a luchar en Cuba contra la flota norteamericana, para dar broche heroico al caduco imperio español, construido sobre los valores del catolicismo, a manos de un capitalismo carente de valores morales, tal y como quedará acreditado en la boda de la hija, con la conversación mantenida entre la madre y el tío del novio, a su vez, burgués (capitalista) vasco. Para los ideólogos franquistas de esos años (1941) la desaparición del “imperio colonial español” (crisis del 1898) fue resultado de la confabulación de los intereses de las “potencias rivales” junto con la indolencia de los políticos españoles, más atentos a sus propios intereses que a la conveniencia de la Patria. “La masonería es la dueña del Parlamento”. “Ciento ochenta diputados masones reciben órdenes del extranjero”.
Y en el momento del sacrificio, Pedro Churruca deja las cosas muy claras: “Dotación del Vizcaya, ha llegado el momento difícil. Nada quiero deciros, sino haceros saber que, interpretando vuestros sentimientos y el mío, he mandado clavar nuestra bandera de combate. O se alza victoriosa o se hundirá con nosotros. Así lo exige el honor de la Patria. Dotación del Vizcaya, ¡viva siempre España! “
Raza se presenta con una postura “anticapitalista” construida sobre la reivindicación de los valores de una Edad Media mitificada según los criterios de un catolicismo atrincherado frente a la implantación social de las concepciones materialistas, a su vez, propiciadas por el desarrollo científico. Según el argumento de la película, quienes siguen esas nuevas ideas forman parte de dos grandes grupos: los “equivocados” y los “vendidos a los intereses de las potencias extranjeras”. Y de esos intereses foráneos se menciona explícitamente a los Estados Unidos, implícitamente a Inglaterra y a la URSS, mediante un plano en el que puede leerse “Viva Moscú”. Pero aunque parezca increíble, en Raza no existen las alusiones al comunismo que serán constantes a partir del momento en que se normalizaron las relaciones de Franco con el gobierno norteamericano.
Y, precisamente, en esa situación hay que entender el curioso periplo seguido por esta película, cuando por razones de política exterior, fue “reformada” en el año 1950, acomodándola a los nuevos valores, incluso en el título, que pasó a ser “Espíritu de una raza”, mucho más etéreo que el anterior, excesivamente alineado con los principios políticos nazis. Las instrucciones en ese sentido fueron tan estrictas que se eliminaron todas las copias de la primera versión, que ha llegado a nuestros días accidentalmente, gracias a dos copias que permanecieron al margen de las voluntades de los manipuladores franquistas (ver el artículo “Dos versiones de Raza”, El Catoplebas, nº 44, 2005). Y en la nueva versión se suavizaron exageradamente las alusiones a los Estados Unidos, se eliminaron algunos planos de saludo brazo en alto (en general, casi todas las menciones a la falange) y se forzaron las alusiones al “peligro comunista”. Y Franco se pudo presentar no como un “anticapitalista” o enemigo de la democracia burguesa, sino como un ferviente combatiente anticomunista, posición en la que permaneció, prácticamente, hasta su muerte. Y sus ideólogos lo enfatizaron tanto, que acaso acabaran creyendo que esa había sido una de las razones desencadenantes de la Guerra Civil...
Los cuatro hijos del héroe de Cuba reflejaran las diferentes actitudes que podían tomar los españoles ante el drama que desembocará en la Guerra Civil: el protagonista, José, valiente, desprendido, apuesto, modelo de virtudes, incapacitado para la defecación, dará continuidad a la tradición militar de los Churruca; Isabel, la hija, en consonancia con el papel activo que reservaban los regímenes de este tipo a las mujeres, se casará con un miliar pusilánime; Jaime —aún un bebé cuando murió su padre— ingresará en una orden religiosa y, por fin, Pedro, caracterizado, incluso, desde la edad infantil como “el malo” (en realidad, “el equivocado”), optará por la carrera política, para la que necesitará dinero, que obtendrá obligando a la madre a repartir la hacienda familiar. En este punto la película se muestra especialmente beligerante contra el sistema democrático (democracia burguesa) que presenta indefectiblemente vinculado a la acumulación de capital. Y en esa línea la película por sí sola desmonta buena parte del “argumentario” empleado desde el año 1950 para justificar el golpe de estado.
Los hijos recogen el ideario franquista, que en cierto modo se muestra deudor de la estructura social medieval, construida mediante trabajadores, clérigos y militares (nobleza), con una carencia importante: en la película los menesterosos, que aparecen caracterizados como “brutos”, sólo tienen cabida en la zona republicana. Esa es la fuente que explica la relevancia que se otorga a la “sangre”, como garantía de nobleza (entendida como “superioridad ética”), que a su vez, explica lo sucedido con el hermano “malo”, que acaba dándose cuenta de su error y asumiendo la responsabilidad que le corresponde como sucesor de Cosme Damián: morir heroicamente. El resto de los hermanos, dentro de la misma dinámica, corren suertes dispares. José, la personificación de las esencias almogávares, especie de “moderno” Capitán Trueno, será fusilado, pero como en los tebeos, salvará la vida milagrosamente; el fraile (secundario sacrificable para acentuar la carga emotiva, como en las cintas maniqueas de Hollywood) morirá fusilado junto a su compañeros de convento en la secuencia más dramática de la película, con una concepción iconográfica comparable a la ejecución del general Torrijos (A. Gisbert, 1888), que acaso no fuera buscada conscientemente.
Tras un periplo bélico en torno a Bilbao, con el Capitán Trueno resucitado, que sirve para describir cómo superar el desánimo de quienes no tienen sangre almogávar, la película acaba con el desfile de la victoria en Madrid, presidido por Franco, con planteamientos visuales que, de lejos, recuerdan a L. Riefenstahl: como en El triunfo de la Voluntad, la cámara se sitúa por detrás del General, que saluda...
Fuera del carácter documental recogido hasta aquí, la película refleja las carencias de una industria incipiente, condicionada según las referencias alemanas (indirectas) e italianas (directas), a las que no se aproximó la película en cuestión ni de lejos. El guión es tan malo que parece obra de un aficionado... interesado en irritar quienes habían perdido la guerra. La contraposición entre “nacionales” alegres, “guapos”, optimistas, etc. y “republicanos”, mal encarados, “feos”, hoscos, etc. es particularmente irritante, aunque, en realidad, sea fórmula habitual en la expresión cinematográfica desde el nacimiento del cine, para acotar los territorios de proyección positiva y negativa, respectivamente.
Si analizamos el guión... Es posible que la participación de Franco en la película fuera mayor de la reconocida como autor del “argumento”. Da la sensación de que José (el Capitán Trueno) es boca de ganso... Acaso por ello, R. Gubern ofreciera una hipótesis, según la cual, la familia Churruca sería la propia del generalísimo, pero el carácter está tan “amoldado” como paradigma positivo que, podría ser interpretada como una sublimación de cualquiera que se sintiera identificado con los valores argumentales de la historia. Pero no creo que se pueda llegar mucho más allá.
El montaje... La película es un muestrario de irregularidades y torpezas; los fallos de raccord, sobre todo en la primera parte, son tan acusados que producen risa... El ritmo tiene altibajos... paralelos a las anomalías del guión. El fusilamiento “milagroso” de José, una de las situaciones de mayor carga dramática, con el héroe ofreciendo el pecho cargado de condecoraciones, rezuma tanto engolamiento que es difícil no reír o sentir bochorno al verlo. Es, en suma, una película que desborda ampliamente los generosos límites de la “realidad cinematográfica” y, por lo tanto, “regresiva” si la comparamos con la de Augusto Genina, que, por ello, otorga mérito a las realizadas poco después por directores como Nieves Conde. Desde este precedente oficial, parece increíble que diez años después se pudiera hacer Surcos (1951)...
Apenas se salva la fotografía (J. Aguayo), junto con la mezcla de tomas “reales” y ficticias y la buena voluntad por hacer una película que estuviera a la altura de las producciones alemanas e italianas, por activar una industria que tardará muchos años en ser una realidad. Por suerte o por desgracia, a Franco no se le volvió a ocurrir hacer otra película... ¿O sí? No me extrañaría nada que en un futuro próximo se descubriera que algún director de los años cincuenta y sesenta (de esos etiquetados como “progresistas”) fuera, en realidad, un “negro” de Francisco Franco, que algo aprendería del oficio, haciendo Raza...
Como sucede con El Triunfo de la Voluntad, Raza es una película magnífica para entender los argumentos que activaron los engranajes visibles del golpe de estado franquista, sin las manipulaciones propiciadas por la acomodación del Régimen a las circunstancias del desarrollo histórico posterior, y para contemplar como éstas pueden inducir la falsificación del pasado ofreciendo, como en este caso, la más ridícula de las paradojas: para mantenerse en el poder, Franco decidió (es difícil imaginar que alguien ajeno a su persona hubiera decidido unilateralmente las modificaciones mencionadas) ofrecerse a “la odiada y temida potencia capitalista” defendiendo los intereses que, según él mismo, había precipitado la ruina del Imperio Español y que, para dar un golpe de timón a pérdida de los valores hispanos tradicionales (por supuesto, según su propio criterio), le habían animado a encabezar el golpe de estado del año 1939. El cine puede ser maravilloso… también como documento histórico.
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