El Cine como forma expresiva y estética

martes, 19 de octubre de 2010

Rosales y Kieslowsky

Por: Javier Mateo Hidalgo
 (18 de agosto de 2010)



De las películas realizadas por Jaime Rosales, cabría decir que “Las horas del día” (2003) es de las más desafortunadas. Siguiendo las pautas de quien me la descubrió, es fácil llegar a la conclusión de etiqueta de “sub-cine”. Está el cine bueno, el cine malo y el “sub-cine”, que no hace referencia precisamente al de “autor” sino más bien al de “sub-vencionado”. Y es que hay algo peor que considerar mala a una película con el “inri” de que haya podido ver la luz gracias a la aportación económica estatal: que además se nutra de otras películas yendo más allá del mero “guiño” (que va más allá de la pura referencia o influencia). Solo habiendo visto “A short film about killing” (1988) del bueno de Kieslowsky llegamos a comprender que lo único que pudiese tener de interesante la de Rosales provenga de un ruso de nombre endemoniadamente impronunciable. Si, más bien este sería el sistema: parece que el desconocimiento por parte de un público al que el director puede considerar por debajo de su nivel- y a quien debe iluminar- puede ser suficiente como para crear un perverso re-make. En mi caso, le doy la razón al sistema maquiavélico de Rosales, y es que si no llega a ser por un amigo, este cineasta hubiese pasado desapercibido dentro de mis inquietudes cinematográficas. ¿Y qué es el conocimiento sino una serie de catastróficas influencias? Chupamos como esponjas de los demás sin saber que nosotros estamos sirviendo, en el mismo acto de absorber, también de nutrición a la vez. Quien me descubrió esta película también tuvo noticias de la misma de forma indirecta, al encontrarse leyendo un libro de Zyzek sobre cine que a su vez se lo había regalado otra persona. ¿Lo habría encontrado por su cuenta? ¡Quién lo sabe! Un hombre con una vida aparentemente normal acaba cometiendo un “killing”. Francamente, prefiero a Kieslowsky quien, por mayoría de edad, se ha ganado el respeto de no haber sido la copiona.
Por cierto, el copión de la misma resultó un tanto lamentable: un mundo de amarillos bastante incómodo para una s caprichosas pupilas, quizá. Súmese a esto unos subtítulos desincronizados que pueden provocar ataques de risa en los momentos más dramáticos. El resultado medio general es el de una enseñanza que parece no tener fin a la hora de enseñarse. Reducido simplistamente: ni el bueno es tan bueno ni el malo tan malo, pero con el añadido de que la víctima puede ser más indeseable que su verdugo. De esta reflexión, por supuesto, no hay ni rastro en la de Rosales. Estoy de acuerdo con Juan Benet, al menos en esta época de mi vida (no sé si después renegaré de estas palabras), cuando dice que, quien ha visto desde el principio de su vida cine de autor puede convertirse en un completo amargado. Él mismo se reconoce como una persona que ha visto mucho cine malo, el cual lo considera necesario, imprescindible de ver. “La última ocasión (de abandonar la sala de cine con la película avanzada en un tercio de su duración) me la brindó un insoportable film de incidentes familiares con el que Visconti vino a demostrar una vez más su reconocido talento para transformar en mal gusto la escasez de sus ideas”. Esta afirmación la realiza en el año 1975, dentro de una breve introducción o prólogo al guión de Carlos Saura “Cría Cuervos” (publicado por Elías Querejeta), cuatro años después de “Muerte en Venecia”. ¿Qué tenía en la cabeza Benet cuando dijo esto? ¿Habría visto la adaptación de la novela de Mann? Alguien al que se considera “grande” entre los escritores españoles (y digo “se considera” porque yo he sido animado desde los estudios escolares, a no leer nada de él por su presunto lenguaje tedioso y confuso pero lo leeré, no me cabe duda). Hay que echarle valor para decir lo primero, e inconsciencia- o, al menos, envalentonamiento- para lo segundo. Claro, no tenemos por qué estar acertados en todo (y además él afirma, desde el principio, que sus amigos le consideran de espaldas al séptimo arte, cosa que también le resulta injusta). Lo que gana en la sinceridad de la primera sentencia, lo pierde en la inutilidad de la segunda. Siempre he considerado absurda la idea de analizar un análisis o a un analizador. Por eso, cuando me doy cuenta de que es eso lo que estoy precisamente haciendo-como es el caso- trato de justificarlo pensando en una intención personal bien distinta. Por ejemplo: “He utilizado a Juan Benet como introducción de otra cosa que quería contar y que se me ha olvidado” o bien “He utilizado a Juan Benet para corroborar una idea que trato de que sea acertada, o la hago finalizar de esta forma con cierta autoridad, con rimbombancia…” ¡Es evidente!

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