Para un hombre abocado a vivir encerrado entre cuatro paredes, la actividad cinematográfica puede antojarse tremendamente apetecible e incluso necesaria. Aunque la lectura pueda resultar una forma de olvidar mi miedo a lo externo, siempre resulta un deporte algo cansado para una mente como la mía, incapaz de imaginar lo que no ha visto, evocar realidades de un mundo que, por mi enfermedad, me resulta imposible afrontar de una manera habitual.
Una vez apagadas las luces y preparado con todo lujo de detalle el estudiado ritual de audiovisión, empezaron a proyectarse en la pantalla los rótulos y palabras que me ubicaban en la historia. Ágora, de Alejandro Amenábar. Este tío es bueno, pensé. Me suena que algo he visto de este director y causó una grata sensación en mí. De echo, ahora que caía, eran muchas las imágenes que me habían llegado en los últimos días de esta superproducción; por televisión, radio y prensa escrita. Eran pues, muchos indicios los que me avisaban de que si quería ser un cinéfilo de bien y una persona socialmente aceptada, estaba casi en la obligación moral de visionar el film y apoyar así a nuestro genial y boyante -pero inexplicablemente maltratado- cine español. Pobrecillo.
Las imágenes se sucedieron en mi retina. Espectaculares travellings desde el espacio a nuestro planeta, una ambientación de alto rigor histórico, unos personajes que te enganchan desde el primer momento gracias a sublimes actuaciones solo eclipsadas por la propia historia, un audio de una refinada sutileza, y un ritmo de trepidante emoción contenida… O por lo menos, algo de todo esto había oído que tenía que ver, oír, sentir y pensar. Mi perplejidad enfrentada a mi aburrimiento. Mi cansancio superado por los pobres recursos visuales me remitían constantemente a la idea de telefilm. Por unos momentos, casi sentí que había perdido la capacidad de sentir. La distancia con la historia se ampliaba conforme avanzaba la cinta; lo que les ocurriera a los personajes me traía ya sin cuidado. Sólo deseaba que acabara y, con suerte, encontrar los aciertos que me permitieran camuflarme en la anhelada normalidad del anodino gusto de lo socialmente aceptado. Nada. Y por fin, el final.
Nada había cambiado en mí; mañana no saldría de mi casa. Mi único contacto humano sería con los repartidores que me abastecían de todo lo necesario. De modo, que no tendría problema alguno en eludir el tener que compartir mi opinión con otros, bastaría con no sacar el tema. Mi integridad crítica estaba a salvo y todo, gracias a la enfermedad que ningún médico me había diagnosticado pero que yo sabía que era agorafobia.
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